El topo no es sólo, desde mi punto de vista, la mejor y más completa novela de John Le Carré. Es también una de las mejores muestras de ficción escritas en lengua inglesa en la segunda mitad del pasado siglo. Se trata de un texto que habla de emociones contenidas, de lealtades complejas, de pasiones y de amor musitado en voz baja en los labios de dicción perfecta de vástagos de Oxbridge, de hombres maduros que han visto el horror de una guerra y de cómo luchan, desde luego a su manera, para que ese horror no vuelva a repetirse. Habla también de políticos ineptos y egoístas y, muy en especial, de la banalidad y sordidez de eso que se ha dado en llamar “los servicios de inteligencia”, organismos que, al fin y al cabo, se nutren de personas de carne y hueso, con las virtudes y debilidades que alberga todo ser humano.
Trasladar al lenguaje cinematográfico un texto tan complejo como el de esa novela y salir airoso del empeño no era tarea fácil. Tomas Alfredson, director sueco responsable de la inquietante Déjame entrar (2008), lo ha conseguido de forma brillante. El topo es una película de cine sobresaliente en la que ningún plano sobra y cuyos flashbacks cortados con tiralíneas se ajustan tras el visionado como un mecanismo de relojería suiza de precisión. Aunque para comprender en su totalidad todos los matices de la alambicada trama de la cinta se necesiten, o al menos esta es la opinión de quien escribe, dos o tres visionados.
El guión sigue fielmente el planteamiento de la novela de Le Carré, que por cierto hace un elegante cameo en el filme. Alfredson dirige con pulso firme un proyecto que en manos de otro director menos hábil podía haberse convertido en un rompecabezas sin sentido. La cinta cuenta con un reparto de lujo de actores británicos, encabezados por un Gary Oldman, que parece haber sido George Smiley durante toda su vida. Echando por tierra un erróneo juicio a priori, la interpretación de Oldman es portentosa. Se diría que el actor ha estado esperando a que este papel llegara a sus manos toda su carrera profesional. Enfundado en un terno de tres piezas hecho a medida, a modo de armadura de un caballero medieval, con gabardina, maletín y gafas de carey, Oldman realiza en las dos horas de metraje una de los más imponentes ejercicios de interpretación que se han visto en una pantalla de cine en mucho tiempo. En pocas ocasiones se ha transmitido en el cine reciente mayor emoción, y a la vez mayor amargura y descreimiento, que a través de la mirada contenida y melancólica del Smiley que compone Oldman. Y creo que nunca se ha deshecho un actor de una mosca con mayor elegancia. Jamás se ha transmitido tanto con tal economía de gestos y movimientos, y en contadas ocasiones un actor se impregna de manera tan veraz y creíble de la esencia de un personaje de ficción: de un hombre triste y solitario, un jefe de espías burócrata abandonado por casi todos y que ha visto de todo en la vida, pero que no deja de cumplir con lealtad cuando su país lo requiere.
Desde luego, no nos extraña que Le Carré esté encantado con la traslación de su obra a la pantalla. Podemos asegurar que Oldman es parte importante de este éxito. Y no es solo la labor del actor principal. También cuenta el trabajo de otros actores, como John Hurt y Mark Strong, excelentes. La dirección artística es sobresaliente y recrea el ambiente de la Inglaterra de comienzos de los años setenta. Y la música de Alberto Iglesias y la banda sonora son también ejemplares. El final del filme, con Julio Iglesias cantando La mer, es de los que se recuerdan días después de salir del cine.
El topo es una de las mejores películas de cine de los últimos años. Ésa es la razón por la que en estas fechas he decidido hablar de ella. Si no la han visto todavía, pidan el DVD a los Reyes Magos y díganme si no están de acuerdo conmigo.