Nuestro amigo, con algún aparato corporal, desenfundó su nuevo móvil y lo dejó, ufano, sobre la mesa. “No me pregunten qué hace sino qué no hace” y de inmediato comenzó a hacernos una demostración. Razón tenía. El teléfono tenía más servicios que una navaja suiza de dos kilos. Aparte de la pantalla digital que amenazaba con ser 3D y de los ya comunes GPS, cámara de alta definición y edición, titulación y tratamiento de fotos más humedad y temperatura y desde luego de interactuar con todo tipo de redes, desde él se podía también programar la lavadora, el aire acondicionado, hacer un pollo al horno, subir una cortina o activar la alarma, aunque nuestro amigo admitió que en su casa ningún electrodoméstico tenía la indispensable computadora a bordo para hacerlo.
Cuando llegué a casa y encendí el ordenador portátil que me acompaña, pensé si los humanos estamos bien de la cabeza. A pesar de que el mío es un modelo antiquísimo porque tiene más de seis años, para mí es una estupenda máquina de escribir. Corregir ya no es arrancar y tirar la hoja. Quiero decir con esto que de todas sus funciones utilizo Word y punto porque no estoy on line. Recuerdo que cuando lo fui a comprar me hice acompañar de mi hijo y él estuvo hablando con el vendedor de la capacidad de almacenamientos, bytes, programas, Window tal o cual y una larga lista de características que parecían absolutamente necesarias.
Convengo con quien afirme que la mayoría de los usuarios somos informáticamente analfabetos. Pero en el fondo este no es el asunto. El asunto es que estamos subutilizando todas estas tecnologías y como descerebrados no acabamos de comprar el último modelo cuando ya nos ponen a desear el próximo. El resultado es que estamos amontonando una basura peligrosa por los componentes que incorporan sin que le saquemos provecho alguno. La sensatez, que no la competitititividad, dictaría que se fabriquen para fines específicos y limitados al uso que realmente se les va a dar. El 80% por lo que ha pagado el amigo traído a cuento no le sirve absolutamente para nada.
A mí me parece el móvil un invento maravilloso. Tanto como el internet. Pero ambos tienen un problema añadido: que son tremendamente adictivos. Y esa adicción, como cualquier otra, termina por ser enfermiza y contradecir el fin para el que supuestamente fueron creados, que es la comunicación. Ya son un clásico esas fotografías que muestran a los chicos reunidos pero cada uno, como ente ausente, absorbido totalmente en su móvil. Para no ir tan lejos y para dejar a los chicos en paz, el domingo tuvimos un conato de pelea con otro buen amigo. Resulta que hemos hecho de los almuerzos de los domingos una suerte de institución. Pero desde hace algún tiempo, el tío apenas come se levanta y se mete en el ordenador, que es como si se hubiera ido. O sea que para la cháchara de sobremesa, que lo justifica, con él ya no contamos. El último domingo, como las esposas ofendidas, yo le dije: “El Facebook o nosotros”.
Dejo para otro día el infinito desconsuelo de saber que aquello creado para levantar fronteras y tener un lugar donde reunirnos todos termine siendo una suerte de trampa para ratas donde somos clasificados, vigilados y perseguidos. Una vez más los Estados Unidos nos han chafado la diversión y con ella la libertad.