Lo que el sabio Martin Scorsese cuenta en esta película mediante un frenesí trepidante y envolvente, que hace que las tres horas de metraje se nos pasen en un auténtico suspiro, es la crónica de la perversión y la decadencia de un sistema, el capitalista, en el que probablemente todos los que lean estas líneas se encuentren inmersos.
No descubriremos aquí nada nuevo si decimos que el capitalismo tiene una cierta panoplia de bondades. Sin duda, la más importante es el desarrollo y la promoción de la libertad individual y la capacidad de mejora y superación que se ofrece, en principio, a todos los individuos. Pero, como la última década nos ha enseñado, tanto en Europa como en América, el sistema capitalista abocado a su lado más salvaje puede convertirse en un amplio espectro de horrores y defectos, de aberraciones económicas y de todo tipo. En definitiva, el capitalismo más radical llevado a su paroxismo puede acabar convirtiéndose en una jungla hobbesiana donde sólo los individuos más malvados, cínicos y faltos de escrúpulos pueden sobrevivir a base de aplastar las cabezas del resto de sus semejantes.
El descerebrado y poco recomendable tiburón de las finanzas Jordan Belfort, protagonista de la película y autor del libro en el que se basa ésta, pertenece a esa última categoría que acabamos de describir. Leonardo DiCaprio está imponente encarnando a ese triste ser humano, que se dedica a jugar al baloncesto en su oficina usando como pelotitas para encestar en la papelera billetes de cien dólares en vez de papeles usados. Y eso sólo por referir una de sus aficiones más inocentes.
DiCaprio y sus compinches, entre ellos y cual Sancho Panza de este poco recomendable Quijote, un magnífico Jonah Hill en el papel de su colega de negocios y correrías, son el epítome de esos individuos que decidieron, en un momento dado, transitar de forma permanente por el lado más salvaje de sus existencias, tras ganar cantidades mareantes de dinero casi sin despeinarse gracias a sus trabajos en la bolsa de valores, esa Meca del sistema. Belfort fue uno de esos brokers que estuvieron entre los más beneficiados de la época de las vacas gordas de los últimos quince años, para lo bueno y para lo malo. En la cúspide y en la posterior caída. Porque, eso sí, no nos olvidemos de que todo lo que sube termina por caer.
Todo esto lo cuenta Scorsese con su usual pulso narrativo, un pulso de maestro en esta película con cierto aire a Casino y Uno de los nuestros, y que algunos han calificado de comedia. No pensamos igual: si es una comedia, se trata de una comedia muy triste, muy oscura, muy perversa. Si las andanzas del descreído y sin alma Belfort debía de contarlas un cineasta contemporáneo, éste debía ser el maestro de origen italiano. Le agradecemos, por tanto, que no cejara en su empeño de un lustro y que, al final, consiguiera salirse con la suya y firmar esta magnífica traslación a la gran pantalla de la vida de un auténtico alucinado del capitalismo más desorejado.
El lobo de Wall Street es puro Scorsese. Se ven en ella imágenes durísimas que, por momentos, nos hacen mirar para otro lado. Aparecen placebos, sustancias que, en pequeñas y sabias cantidades, pueden llegar hasta proporcionar placer a algunos, pero que en las cantidades pantagruélicas que Scorsese hace desfilar por la cinta sólo sirven para envilecer el corazón del ser humano más inocente, y hacerlo mezquino y ruin.
Y en medio de esta fiesta desaforada, sin clase ni estilo, de esta vacía fábula moral poblada de seres esperpénticos, Leonardo DiCaprio se convierte en el rey de la función.