La comodidad de aquel sofá lo tenía adormilado, amuermado. Cualquiera que observara tal retrato tras la ventana de su habitación podría pensar que se trataba de un mueble más, el toque de mármol viviente que otorgaba clase y elegancia. El blanco de su camisa (ni blanco roto, ni blanco hueso: el de toda la vida) contrastaba con el negro del sofá, como un juego de ajedrez donde el rey se veía rodeado de peones. Aunque tanto tiempo tumbado allí le había quitado toda preocupación aparente. No temía que los peones terminaran con el juego; menos aún, el sol. En ese sofá únicamente estaban él, los cojines y los rayos del sol. El sol, picón; los rayos, dibujando su cuerpo. Entre luces y sombras.
De no ser porque la luz del sol conseguía esconderse en su salón a las dos de la tarde, no sabría decirse con certeza si estaba vivo o muerto. Quien revelaba su estado era, justamente, su sombra. Su sombra se movía al compás de su respiración, lenta y corta, mientras sus ojos parpadeaban, incluso cerrados. Como si estuviera siendo partícipe de una pesadilla. Lo cierto es que cada día a las dos de la tarde se repetía la misma escena: también la posible pesadilla. Pero él, tranquilo y sosegado, no se despertaba sobresaltado con tal sensación. Curioso. Dormía plácidamente, como si nada ocurriera. Tampoco tenía a nadie a su alrededor que lo observara o arropara cuando sentía su cuerpo vibrar mientras dormía. Únicamente estaba su sofá, sus cojines. Una mesa cuadrada con un florero sin flores, el mismo vaso de agua que hacía días había dejado ahí y la televisión. Y él, en su postura habitual. Nadie más.
Entristecía verlo. Fijarse con detenimiento en ese cuadro sin igual era desolador, deprimente. Emanaba lágrimas, ternura, ganas de entrar y sacarlo de allí. Pero no podía salir. Pasaba el día de brazos cruzados, tumbado, adormilado. Solo. Veía el mismo canal de siempre en la televisión, bebía el agua de ayer y el color de las flores ya no estaba. Cada pétalo se cambiaba por moscas que lo rodeaban, como si estuviera muerto en vida. A pesar de no estarlo, aquello, precisamente, no era vivir. Vivir tiene más sentido, más color, más dinamismo. Más compañía, más libertad, más agua. Más sentimiento, más sueños, menos pesadillas. Más vida.
Como siempre, molestando, las moscas se posaban sobre él, revoloteando de un lado a otro. Del pie al brazo, del brazo al cuello. Del cuello, a la nariz. Y él, sin poder hacer nada. En jaque mate. Sin escapar, sin conseguirlo. La camisa de fuerza no le permitía rascarse la nariz. Ni el cuello. Nada. Ni nadie. No había nadie más que él. Solo él. Y las moscas.