En el colectivo, digo, en el autobús, esto, quiero decir en la guagua (por fin voy a ser políglota aunque de un mismo idioma), la chiquilla que viajaba justo en la banca anterior, de pronto se da la vuelta, se arrodilla, se aferra al espaldar y me mira. De inmediato la madre la obliga a sentarse de nuevo. Es en este breve instante que veo sus labios pintados de un pálido rosa y las pequeñas uñas de un verde nacarado con pigmentos dorados. Coincidimos en la parada, de modo que me apeo y las ayudo a bajar. Descubro entonces que además lleva una remera, perdón, una camisilla de un rosa intenso, estampada a pecho completo con la cara de Barbie, más un pequeño bolso terciado, decorado claro está con dibujos temáticos y, a riesgo de equivocarme, las zapatillas también llevaban su marca.
Lo que parecía un encuentro intrascendente, que en realidad lo fue, en estos tiempos flojos de tema que tenemos a ratos los pensionados, me sirvió como material para reflexionar sobre lo que encarnaba esta pequeña que difícilmente superaba los cinco. Vivimos épocas del no-pensamiento y pocas veces nos detenemos a pensar sobre estos fenómenos uniformadores y gregarios que atraviesa el marketing global. A ojo de observador superficial, madre e hija pertenecían a una clase media baja, que es la mejor de las clases sociales y con la que, a mucho honor, convivo. Si traigo esta referencia socioeconómica es para significar la penetración y, por tanto, la capacidad que ha alcanzado la cultura del mercado para imponer comportamientos y necesariamente decisiones de compra. Por experiencia de padre y de abuelo, nada de la Barbie resulta barato. Qué esfuerzo por pertenecer al rebaño y en este sentido me incluyo.
Con este rollo en mente acudí al dios Internet (el que todo lo sabe y todo lo ve) en busca de más noticias sobre la Barbie. Así me entero de que su nacimiento data de 1959 y me sorprendo al pensar que yo era aún un pibe, quiero decir, un chaval. Y más sorpresa me causa que prestigiosas universidades se hayan ocupado de calcular su masa muscular, si por sus medidas antropométricas sufre de anorexia y de cómo sería si la hubieran creado en el cuerno de África (aunque tiene una versión oscurita) o la hubiera parido un cuento chino de Mao. Lo que no encontré fue el estudio psiquiátrico de su personalidad. Es una pena. Comprobaríamos que a lo mejor es justamente vivir y convivir con el no-pensamiento.
En consonancia con lo anterior vuelvo a la nena del autobús. En la prehistoria de la Barbie, las chiquillas como ella jugaban con muñecos en estado post-natal y tenían, si lo tenían, un único vestidito y un solo accesorio, generalmente la mamadera, biberón o tetero. De alguna manera, jugando se les anticipaba el destino ineludible para el que habían nacido y su papel de mayores: la maternidad y por extensión el de ama de casa. La Barbie, me atrevo a conjeturar, cambió ese prematuro futuro y le dio un giro espectacular al juguete como creador de identidad. Como un espejo se devoró a la niña y la incorporó al mundo de la esplendorosa, bella y despreocupada juventud. La Barbie en realidad no es una muñeca, es un modelo a seguir. Sus tetas, su perfil de belleza estadounidense, rubia y de ojos azules, es también la chica exitosa y rica que todo lo tiene: multitud de accesorios, abundante ropero con diseño de moda, y entiendo que hay casas, autos, yates y novios que llevan su impronta.
Lo anterior me lleva a preguntar si la Barbie ha terminado por convertir a la niña en Barbie o, lo que es peor, en muñeca de Barbie. Si no acortó o directamente eliminó su infancia. La celebración de los 15, en esos tiempos remotos, consistía precisamente en una suerte de autorización para que las chicas pudieran pintarse labios y uñas, usar tacos altos, incluso seducir y buscar el amor. Se hacía mujer. Sobre este cambio no tengo una opinión formada. Lo que me parece lamentable es que haya un solo modelo a seguir. Y que ese modelo justamente represente también el modelo de vida y de consumo que nos viene de arriba. No voy a caer en la tentación extrema de afirmar que la Barbie fue diseñada por la CIA. Pero qué duda cabe que, colonizada la mente, a sus usuarias las pone desde temprano a su lado. Como en los chicos los videojuegos exaltan y hacen apología de la violencia tecnológica que hace poderoso y, en consecuencia, admirable al imperio.