Odio esos días en que me acometen las conclusiones definitivas. Esos días en que las certezas dan el portazo y dejan por fuera mis cavilaciones, incluso las más banales. Menos mal, me digo, que hacen parte de lo intrascendente porque no afectan absolutamente a nadie y no deciden nada.
Les contaré el problema que he tenido con Homero. En la feria del libro que hubo el año pasado en el pueblo vecino, en un acto que me honra, me dije que ya era hora de releer a los grandes clásicos. Es así que aprovechando unos precios de saldo me compro de un solo envión seis ejemplares, entre ellos la Ilíada. Con la liturgia de los grandes momentos que procuran poner al día las nostalgias, salgo al jardín, calculo la trayectoria del sol para orientar mi posición de lectura, preparo el cafecito que acostumbro después del almuerzo y junto a la lavanda (que está hermosísima) siembro la silla en el césped, me acomodo y abro el libro con la emoción de los grandes reencuentros. Imposible recordar en qué edición la había leído cuarenta años atrás. Pero ese tránsito de Aquiles por dioses, naves, odios y guerreros, ejerció sobre mí una fascinación que perduró en el tiempo.
Mas he aquí por Zeus, que cuando llego al canto V donde Atenea hace salir del casco de Diomedes una incesante y deslumbrante llama, se me hace una terrible conexión con el presente, es decir con el lanzallamas, y por ese roto se me cuela el resplandor del napalm y la noche endemoniada de la invasión de Irak, y perseguido por esta idea infeliz, leer cada párrafo de la Ilíada fue como leer la crónica de la atroz historia del devenir humano, y ya no me hicieron gracia alguna los dioses ni las lanzas ni un río detenido por el túmulo de cadáveres, ni la podrida gloria de decapitar al prójimo.
Una primera conclusión es que estamos anclados en el siglo XII antes de Cristo, cuando se supone que cantó Homero, quizá unos cuantos siglos más al fondo de nuestra incivilización y, la segunda, que la Ilíada, a pesar de la belleza y el ropaje del lenguaje, es una apología de la guerra, un canto al triunfo de las armas, la disculpa de que nuestra sinrazón es voluntad de los dioses. John Kerry ha dicho en una conferencia de prensa, me parece que sobre Siria, algo así como que los Estados Unidos (hola ciberespías) están obligados a hacer cumplir los mandatos de Dios.
Entenderán que ensalzar la barbarie me resulta ahora abominable aunque lo haga el más clásico de los clásicos. Con semejante apreciación y capacidad de contagio, buena parte de lo que yo tenía hasta ese día como sagrado de la literatura se me fue al carajo. Tolstoi, por ejemplo. Los grandes héroes han caído de sus pedestales en calidad de asesinos, los valientes ejércitos se me han convertido en hordas de bárbaros criminales y las causas justas han entrado en las grandes batallas de la duda porque hasta ahora han sido propiedad de los vencedores.
Para ilustrar todo lo dicho, abra usted la Ilíada por cualquier página y encontrará las mismas imágenes que podemos ver en un libro, en una película o en los telediarios de hoy: “… la lanza, penetrando por debajo de una ceja, le arrancó la pupila, le atravesó el ojo y salió por la nuca, y el guerrero vino al suelo con los brazos abiertos. Penéleo, desnudando la aguda espada, le cercenó la cabeza, que cayó a tierra con el casco; y como la fornida lanza seguía clavada en el ojo, cogiola, levantó la cabeza cual si fuese una flor de adormidera, la mostró a los troyanos y, blasonando del triunfo, dijo…”