En Uruguay se ha puesto en marcha la venta estatal de marihuana o de la marijuana, que es su nombre más autóctono o por lo menos más cachondo. Es una experiencia osada y apunta en la dirección correcta si nos atenemos a que es una medida capitalista ante un problema esencialmente capitalista. La medida se basa en el principio por excelencia de los mercados: pujar por el consumidor mediante precios a la baja. En este sentido, es muy razonable, toda vez que la prohibición ha demostrado ser, ante todo, un valor añadido: el riesgo valoriza la mercadería y obliga a que el trapicheo se traslade a los bajos fondos donde estos asuntos se disputan a balazos.
Sin embargo, lo correcto no necesariamente es en sí mismo una solución. Vamos a suponer que el intento alcance su mejor éxito y que otros estados se animen a adoptar una estrategia similar. En el más optimista de los casos, la voluptuosa cannabis quedará legalizada y, en consecuencia, dejará de ser un negocio atractivo para la delincuencia organizada. Algo es algo. Pero queda todo lo demás y entonces una pregunta salta y activa su lógica implacable: ¿no habría que hacer lo mismo con la cocaína y con las drogas de diseño?
Imagino los cultivos de coca altamente mecanizados, probablemente con Monsanto modificándolos genéticamente para su mayor rendimiento y para no dejar escapar los mordiscos de su royalty insaciable mientras que las cocinas, que hoy se hacen en mitad de la selva, en rústicos campamentos clandestinos, serían convertidas en limpios y asépticos laboratorios, con gente de bata blanca y avisados jefes de marketing, sin desmedro de marca registrada y denominación de origen y, a lo mejor y en aras de la competitividad, con envases adecuados para esnifar, y que, para salvar responsabilidades, incluyan, como los cigarrillos, alguna advertencia o eslogan sobre la salud (“No te pases de la raya”, por ejemplo), con la obligación de mostrar un lindo y joven cerebro estallado en su etiqueta.
En este preciso instante, ya no sé si lo que digo va en broma o va en serio, si es sarcasmo o conclusión, pero esta misma vía nos llevaría a pensar que los estados deben ser los que administren los prostíbulos para controlar y hacer visible el más infame negocio de las mafias, como el tráfico de personas, sólo superado en su maldad por el tráfico de órganos al que quizá se podría poner en limpio sin tener que matar o secuestrar a los donantes. En resumen y para hacerlo corto, que los estados asuman que estos males existen y van a seguir existiendo, y que están mejor en manos conocidas, con normas que le den todo amparo, garantía y seguridad a los usuarios. Me han bastado tres o cuatro renglones para creer de golpe y porrazo que, en verdad, es la única solución al narcotráfico y a sus más aberrantes derivados.
Ahondando en la idea, más nos valen unos cuantos muertos por el vicio -que puede dosificarse y controlar, como se plantea en Uruguay- que los muchos que dejan los ajustes de cuentas, las guerras intestinas entre bandas, la violencia que toma barrios y ciudades, arrasando de paso el sistema judicial, corrompiendo cuanto le salga al paso desde desarrapados a banqueros, desde policías a generales, desde funcionarios de bajo escalafón a presidentes que han terminado por doblegar a sociedades y países. La gravedad del asunto puede resumirse en un dramático o ellos o nosotros. Ya se rasgarán Armanis y sotanas, fruncirá su ceño la industria de las armas y hablarán de moral esos otros pulcros traficantes que tienen sus lavaderos de dinero en la elegante city y en otros paraísos sin otro riesgo que la danza de ganancias fabulosas. Para ellos el Estado se convertiría en delincuente olvidando que ya es estanco y rentista de otros vicios como el juego, el tabaco y el alcohol.