He tomado mi bolita de cristal, la he friccionado y me he concentrado invocando a Conjetura, diosa peligrosa cuando no piensa lo que dice y mucho más cuando lo piensa y he preguntado cuál es el pronóstico sobre las elecciones del 25 de mayo en Colombia. Como todos ustedes saben, estas bolas toman su tiempo antes de entrar en actividad y ebullición, como los volcanes, y hay que esperar a que se decante el revoltijo que centrifugan en su interior para poder interpretarlas, es decir, para conjeturar una respuesta. Al principio creí que a la mía se le habían quemado la resistencia y los chips pero pronto caí en la cuenta de que la tecnología aún no ha llegado a las artes e instrumentos adivinatorios, por lo que el torbellino de humo negro, que era tempestad, sólo podía leerse como el presagio de negros nubarrones.
En efecto, una vez pasaron las primeras turbulencias y hasta el final de la sesión, la bolita dijo poco pero lo que dijo fue tan sorprendente que yo llegué a pensar que, si no se había quemado, quizás había enloquecido. Voy a ser fiel a sus imágenes aun corriendo el riesgo de que me esté jugando, cual Merlín, mi futuro de agorero.
La primera escena que pude ver con cierta nitidez mostraba al actual presidente Juan Manuel Santos y a su antecesor, Álvaro Uribe, tomados de las manos y girando y cantando felices, como en aquellos juegos de las rondas infantiles. Me pareció que lo hacían sobre cadáveres, pero esto no lo puedo asegurar porque estaban cubiertos por un manto de impunidad, que en este país es el manto sagrado de la patria. De lo que sí doy fe es de que, a falta de audio, se leía claramente en sus labios el inconfundible estribillo, “… que llueva, que llueva, Colombia está en la cueva, ¿a cuál nos tocará?”.
Quise indagar en de qué iba ese despropósito si ahora los dos personajes son antagónicos y están en bandos diferentes. (¿Bandido viene de bando?). El antiguo jefe se ha tomado la oposición como cosa propia y da la impresión de que los camaradas que tanto se avinieron durante años, uno como presidente y el otro como su ministro de Defensa, no fueran los mismos. Ellos, que compartieron tan a gusto narcoparamilitarismo, “falsos positivos”, desplazados, fosas comunes, bombardeos y tensiones de guerra con los vecinos, ahora se muestran como si nada hubieran tenido que ver entre sí y cada uno viniera desde un pasado o, más precisamente, desde un prontuario diferente.
Con todo, la hiperbólica bolita se dio mañas para hacérmelo entender porque enseguida vi que, entre narcopiñatas, globos, serpentinas o serpientes, da lo mismo, los dos compartían una rica tarta de esas que se relamen en cumpleaños. “La verdad, no entiendo nada. Esta jodida pelota de cristal está de coña”, me dije entre confundido y enfadado. Pero acto seguido vi cómo Santos hacía desde el centro un primer corte con un cuchillo de oligarca y luego Uribe, tras un cálculo para el que tomó medidas y distancia, hizo otro y extrajo una porción tan delgada que era transparente y la tiró no sé a quién ni a dónde, para luego soltar al unísono una carcajada. Lo más curioso es que a partir del vórtice que había dejado lo sacado, a dos manos, como los novios, partieron la tarta por mitad y esta vez se miraron triunfantes y danzaron, se abrazaron y tornaron a despanzurrarse de la risa.
Debo reconocer que tardé bastante en descifrarle a la bola su mensaje y llegar a esta sorprendente conclusión: dividen sí, pero no separan. Partir también es compartir. La tarta sigue siendo la misma y, sumadas las partes, una sola. Los que están contra Santos votarán por Uribe y los que están contra Uribe votarán por Santos y, salvo algún porcentaje desechable de la izquierda, entre los dos conservarán poder y mayorías. Es la versión más original que conozco del “Divide y reinarás”. E inmediatamente comprendí a cuento de qué venía lo de la cantinela “… que llueva, que llueva, Colombia está en la cueva ¿a cuál nos tocará?”.
Imaginarán ustedes que faltaban por hacer muchas preguntas. La cuestión es que cuando hice la obligada sobre el proceso de paz con las FARC, la maldita fue oírla y volverse todo humo, como al principio. Y así duró un buen rato hasta que quedó blanca como farola de parque, en reposo y sosegada. La verdad, no he querido comerme el coco para tratar de establecer si ese humo fue su último presagio, acaso un convenido zuluagazo. El tiempo que también es adivino y no torticero como El Tiempo de los Santos, haciendo morisquetas lo dirá.