Lo tengo claro: me hacen feliz. Llenan el día de esperanza e ilusión. Dibujan en mi interior esa alegría que posteriormente refleja una sonrisa en mi cara. Grandes creadores, con esa capacidad innata de expresar, decir, compartir e imaginar. Un regalo para nuestras vidas encorsetadas, marcadas por los prejuicios y la moral social en la que pesa demasiado la opinión de los demás. Juegan con la creatividad. Dan rienda suelta a esa capacidad que poco a poco van perdiendo, o que quizás nosotros, los adultos, les vamos arrebatando con una realidad que creemos mejor para ellos. Hacemos fila para mantener un orden, repetimos al unísono un buenos días por aquello de la buena educación y continuamos pintando todos el sol de amarillo porque…, ¿de qué color si no? ¿Una casa redonda? ¿Un árbol azul? Locuras que con tiempo y mucho esfuerzo conseguimos llevar a la normalidad. Ken Robinson, en una de sus ponencias, afirma que “somos educados para perder la creatividad”.
Conseguimos que nuestros niños sean metódicos, que no se salgan de la regla marcada en una estructura sólida y basada en la adquisición de conocimiento. Les negamos el derecho de expresarse libremente. Hasta llegamos a elegir, sin preguntarles si quiera, el regalo del día del padre o de la madre. Vemos la creatividad como algo exclusivo de las artes y no como un todo que envuelve al individuo y lo hace crecer como persona.
Estos tiempos exigen personas innovadoras y creativas. Hagamos que los niños desarrollen su creatividad y conseguiremos adultos con iniciativa, confianza, flexibles, sin miedo al error y preparados para superar los obstáculos de sus vidas. Los niños se arriesgan, no tienen miedo a equivocarse y de ahí sale la originalidad. Demos libertad; que jueguen y descubran. Entremos en debates y discusiones apoyando sus ideas. Tengamos confianza en ellos para que ellos tengan confianza en sí mismos. Dejemos que sean felices haciendo lo que mejor saben hacer: crear.