Hay en nuestras sociedades algunas contradicciones que terminamos por aceptar como hechos que pueden convivir tal que fueran de naturaleza distinta y, como consecuencia, inconexos. No viene a cuento para el tema que voy a tratar pero, para ilustrar lo que digo, pongo por caso esas imágenes de coches arrastrados y amontonados como chatarra por el poder de las aguas en las cada vez más frecuentes y graves inundaciones que asolan el mundo. Nos alarman y casi nos duelen, sin hacer conciencia de que se ha cerrado el círculo perfecto entre causa y efecto. Son precisamente los coches la primera causa del cambio climático. Deberíamos ver estas inundaciones como una venganza.
Yendo a lo que voy, a otra cosa mariposa. Vamos a ver si ustedes comprenden lo que yo no logro entender.
El Gobierno argentino está a punto de entregar el ordenador portátil o netbook, como aquí se le conoce, número cuatro millones. Lo pondré en cifras para que se vea mejor: 4.000.000. Son unas pequeñas computadoras de fabricación nacional destinadas a estudiantes de los últimos años de primaria y a todos los de secundaria. Son gratuitas e incorporan programas para ayudar a los profesores en clase y para hacer los deberes en casa. Como también se pueden conectar a Internet, los chicos, y con ellos los padres, acceden a toda la información que proporciona el sistema y a participar en las redes sociales. El Gobierno sostiene, y con razón, que las limitaciones económicas y territoriales no pueden dejar por fuera a nadie porque se estarían creando otro tipo de analfabetas, los analfabetas informáticos, que ya es exclusión. Dentro de esta preocupación, se instalan antenas satelitales en las más alejadas escuelas de las estribaciones andinas o de la Patagonia profunda.
¿Qué es lo que no entiendo? Que aquí y allá se están proclamando la informática y las nuevas tecnologías como herramientas eficaces y a poco insustituibles en la educación y formación de jóvenes y niños. Objetivamente es así. Ahora, amigos, la pregunta es: ¿cambia esa virtud pedagógica por el sólo hecho de cambiar los contenidos? ¿Por qué si valen para enseñar geografía, por poner un ejemplo, dejan de ser enseñanza si de un video-juego violento se trata? ¿No se parecen, en su cometido de premio y castigo, los puntajes que muchos de estos juegos dan por abatir a un enemigo virtual con las notas obtenidas en clase?
Esto me ha venido a cuento porque no hace mucho, en un cíber de mi pueblo, me tocó al lado una pareja que había llevado su niño a jugar. No alcanzaría los cinco años. De hecho estaba sentando en el incómodo regazo del padre. Como todos sabemos, la cámara subjetiva mete y compromete al espectador en la acción. El niño perseguía a un guerrero con un tremendo cuchillo que si fuera real no podría sostenerlo. Me pareció algo monstruoso. Cuando me levanté, le di un golpecito en la espalda al padre y lo reconvine con una agria sonrisa: “¿Le está enseñando a matar?”. Primero me miró sorprendido y luego me dijo con ira: “¿No ve que es un juego? ¡Y qué tiene usted que meterse!”
¿No se está educando en el desprecio absoluto a la vida, en hacer sentir que el poder reside en las armas y que la violencia es un instrumento de ejecución expedita en nombre de causas que se presentan como decentes y buenas? Yo jugaba a los vaqueros y a policías y ladrones y, por fortuna, no terminé en criminal. ¿Cuál puede ser la diferencia? Que nuestros juegos no tenían narrativa o relato. ¿Esto qué significa? Que los malos no eran de Al Qaeda ni negros del Bronx ni narcotraficantes de gafas oscuras y 4×4. Tampoco los buenos eran marines norteamericanos ni agentes de la justicia y el orden. Sólo éramos hermanos o amigos sin otro papel añadido. Cuando nos mataban seguíamos corriendo y no se nos estallaban los sesos ni, al caer, dejábamos un charco de sangre. Tampoco las armas se salían de lo que es un juguete. No disparaban proyectiles en cámara lenta ni copiaban de la realidad poder de fuego y sonido. Del onomatopéyico ¡pum!, ¡pum!, no se pasaba. Menos aún nos incitaban a romper el límite de la ficción para convertirla en masacre.
Queda otra pregunta. ¿Prohibir estos juegos o las películas que son apología de lo peor de la especie sería atentar contra la libertad o pertenecería a la responsabilidad de educar en otros valores? ¿Libertad, dije? Los que la van a exigir con un puñal entre dientes y sin ascos morales son las multinacionales que facturan millones. En realidad, también deberíamos cerrar el círculo de causa y efecto preguntándonos si nuestros niños y jóvenes no son los juguetes cautivos de su estúpida industria.