Aunque por ahora el invierno ha sido benigno [el austral], entumecido entré al agua caliente de la ducha y debió ser a su contacto que se espabilaron las neuronas de alguna zona no identificada de mi cerebro porque al instante se me ocurrió la idea que les quiero compartir.
Las grandes ideas siempre han sido simples y de enunciado fácil. “Sólo sé que nada sé”, del colega Sócrates, es una frase que se ha mantenido viva y actual, sin que haya perecido en ese océano multitudinario de filósofos y tratados que le sucedieron. Pasa algo semejante con el “Ser o no ser” que puso en boca de su Hamlet mi rival literario Shakespeare. Y si me regalo la gana de la redundancia puedo citar también el “Amaos los unos a los otros”, que, a pesar de ser tan ingenua y por lo visto tonta, ha sobrevivido.
Si lo piensan un poco, todas pertenecen al más elemental sentido común. En ese sentido común hace arraigo la mía. Desafortunadamente el sentido común no es garantía de nada. El ignorante pasa por sabio y nadie es lo que dice ser. Y ni hablemos del mutuo amor que nos debemos. Aquí cada quien esconde la hoja del puñal en la sombra de su mano. Aun así me atrevo y con esta frase simple con urgencia pido: ¡que alguien encienda de una santa vez la tal luz de la razón!
Yo veo a la humanidad como una riada de brutos que nos atropellamos en la ciega y sempiterna oscuridad de la estupidez. No otra cosa es la historia. Ya es hora de que cambiemos el muy equivocado rótulo del Homo sapiens por el del Homo sanguinarius. Echen ustedes una mirada por el retrovisor y comprobarán que siempre nos hemos estado ensartando en las espadas de sílice, acero o nucleares. Podrá argumentarse que es una afirmación exagerada. Que hay pastorcillos inocentes, educados comerciantes, atildados empleados, señoras de su casa y niños buenos. Y yo les puedo responder: claro, claro que los hay. Si no de dónde sacamos a las víctimas.
Pero no me quiero detener en los ejemplos que al más lelo se le ocurren. En los bíblicos que se agazapan detrás de esa antinomia perfecta que es un Ángel Exterminador; ni en los Atilas bajo cuyas patas no volvía crecer la hierba; o en esa otra antinomia perfecta que es la Santa Inquisición. Tampoco en nuestros más recientes y universales asesinos. Stalin o Uribe, Bush, que se repatinga en su rancho de Texas mientras que Irak arde en el infierno que dejaron los negocios de su guerra, y desde luego, Hitler, a quien le hemos hecho mal las cuentas: los muertos por su causa no fueron seis millones de judíos sino cincuenta millones mal contados.
Si pido que venga la luz de la razón y sus taquígrafos es porque cada vez estamos más perdidos. Por ahí, desde los años ochenta, han surgido otros genocidas de pulidas uñas, almidonados rostros y beatíficas maneras. Casi desconocidos, no pareciera que los manche la sangre que derraman. Quizás porque el hambre es una herida sin boca que la grite.
Pueden llamarse Paul Singer, señor Newman, Kenreth Dart o JP Morgan, Goldeman, Elliott, Still, NML, que son lo mismo y son los mismos. Son una suerte de caníbales porque se comen crudos a los pueblos. También son llamados “serpientes de los océanos” o simplemente “buitres”, nombre que les viene bien porque son, sobre todo, carroñeros. No, me corrijo, no les viene bien ninguna comparación con animales. La serpiente o el buitre en algún momento se sacian. Estos no.
Su negocio es el resultado de un engranaje endemoniado. Eligen países con problemas. Aparece el FMI o el Banco Mundial como agentes colocadores de préstamos privados. Cuando la deuda se hace muy onerosa o impagable, las entidades que prestan imponen condiciones para nuevos préstamos que sólo sirven a la deuda contraída. Vienen los recortes, los ajustes “dolorosos pero es lo que hay que hacer” y que siempre afectan a los presupuestos sociales como salud y educación. Se exige la reestructuración. Entran las calificadoras de riesgo y devalúan los bonos emitidos. Aparecen los buitres y compran a precio vil esos bonos. No negocian. Acuden a jueces de Nueva York y Londres. Saben de antemano que sus fallos les serán por entero favorables.
Perú, Nicaragua, Zambia, Uganda fueron sometidos a este tratamiento. Los buitres, obtuvieron entre el 250 y 450% de beneficios. En algún caso, dos millones se convirtieron en dieciséis. La presidente de Liberia, Ellen Jonhson-Sirleaf, imploró ante una cámara compasiva que, por favor, no les embargaran todo. Que acababan de salir de una feroz guerra intestina (probablemente inducida por esta misma gente) y que sólo pedía que le dejaran algo para hacer escuelas. “¿Qué vamos a hacer con nuestros niños? Déjennos algo para tener futuro”. No fue oída.
Pero los buitres han encontrado que hay otros débiles. Grecia y España como ejemplos. Por ahora sólo Argentina les ha plantado cara y les está sacando la careta. Y aquí remato con la idea que me vino a despertar en la ducha: ¿estamos conscientes de que el mundo lo manejan estos sicópatas o estamos con todas las luces apagadas y nos parecen brillantes hombres del alto mundo financiero? Sinceramente creo que están enfermos. Existe la demencia financiera. Es de sentido común pensarlo. Han entrado en la locura de acumular por acumular. Infinitamente. Sin sentido. Ni límite. Disfrutar de diez mil millones y de diez millones, humanamente, viene a ser lo mismo. ¿Qué disfrutan entonces? De sentirse poderosos. De arruinarle la vida a millones de personas. ¡Qué alguien encienda la luz de la razón y se les tome como lo que son: los locos más peligrosos del planeta!