Las películas basadas en hechos reales tienen trampa, y déjenme que se los explique. La forma de implicarte como espectador en una gran historia sacada de la maravillosa mente de un guionista puede llegar a taladrar nuestro corazón, a hacernos sentir mil sensaciones (felices, angustiosas…), aunque son ficción. Pero cuando vas al cine y la historia está basada en hechos reales, por lo menos en mi caso, todo cambia. Tu perspectiva e implicación ante la historia son aún mayores.
Pero ¿por qué si está basada en un hecho real me va a llegar al corazón? La respuesta es no. Y esto es lo que me pasó con Un largo viaje, del director australiano Jonathan Teplitzky. La película es correcta, pero te impresiona por la historia real que cuenta, no por la cinta en sí.
Teplitzky relata las secuelas que deja la guerra en sus soldados: cómo 40 años después sigue formando parte de tus miedos y tus pesadillas y no te deja vivir como el resto del mundo, con normalidad. Para ello narra la vida de Eric Lomax, que fue capturado en la II Guerra Mundial por los japoneses en la campaña de Singapur y enviado a construir la vía férrea que uniría Birmania con Tailandia. Allí sufrió, en su misma piel y por salvar a sus compañeros, una tortura inhumana.
La historia se cuenta en flash back, desde el presente, en 1980, y con la figura de un siempre correcto Colin Firth. Durante la guerra, es el joven actor muy de moda por la película Ahora y siempre, Jeremy Irvine, el que interpreta al soldado inglés. Pero la cinta no solo se basa en los recuerdos tortuosos del protagonista, ¡no! La historia va más allá, sobre todo cuando Eric Lomax tiene la oportunidad de vengarse de su torturador, que aún sigue vivo.
Y ésta es la clave de la cinta: la venganza o el perdón. Cuál de los dos te va a quitar ese dolor intrínseco que no te deja vivir ni ser feliz: matar a tu torturador o perdonarlo. No desvelaré el final, pero, volviendo al principio de mi crítica, lo que más me impresiona es que esta historia de odio, tortura, posible perdón y redención haya ocurrido de verdad.
Esto qué significa, pues que la cinta como tal no da la talla. Si, como en mi caso, necesitas una reflexión postpelícula para sentir y comprender todo lo que pasó Eric Lomax, es que la cinta no te la ha dado. Claro que sufres viendo las torturas, o viendo a esos veteranos de guerra reunirse todos los meses delante de una cerveza sin tener tema de conversación y siquiera una vida. O cómo Nicole Kidman, en el papel de mujer de Lomax, vive impotente la “no vida” de su marido sin saber qué le ocurrió ni cómo ayudarle. Pero todo esto se ve desde mucha distancia; no te llega al corazón. No te trasmite de verdad toda esa angustia que con una historia como esta debe llegarte.
Es una cinta bien dirigida, bien estructurada en sus flash back, bien interpretada, pero fría y distante. Con un final artificioso, que no por ello poco emotivo… Pero vuelvo a lo mismo: porque es un hecho real, no porque te llegue en ese momento. Y sobre todo porque al final te ponen las fotos de los verdaderos protagonistas y eso, eso sí, que llega a transmitir sensaciones.
No quiero acabar sin decir que la actuación de los protagonistas es buena, sobre todo la de Jeremy Irvine, en el papel de joven Lomax, que sabe trasladar esa candidez y valentía al tanto de que le podía costar la vida. Colin Firth vuelve a realizar un buen trabajo: compacto, nada histriónico, igual que su compañero en la guerra, el actor sueco Stellan Skarsgard.
Como anécdota, hay que comentar que ambos actores ya coincidieron en otra película de muy distinto calado… Mamma Mia!, con Meryl Streep a la cabeza del reparto.
Ah, y por supuesto, otra vez ese cambio que se me escapa en la traducción del título original The railway man (El hombre del tren), nuestro protagonista Lomax, un amante y apasionado de ese medio de locomoción. Esa pasión cambió su vida para siempre.