
Barack Obama, presidente de EE.UU. / WIKIPEDIA
Vamos, que el muchacho prometía, prometía. Aun los que tenemos a Estados Unidos como enemigo supremo nos hicimos ilusiones. Quizá por esto mismo. Barack nos traía un aire nuevo, de refresco y por fin y por primera vez podíamos tomar a un político norteamericano como a uno de los nuestros. Y cuando digo de los nuestros no me refiero al candidato de relumbrón que nos venden como un producto, con cámaras mentirosas y luces de tragamonedas. Los nuestros son de clase media, con un buen sedimento cultural, desprejuiciados, progresistas, abiertos al cambio y, especialmente, con un vehemente deseo de justicia. Por eso, en aquellos inicios, cuando las noticias comenzaron a ocuparse de Barack muchos pensamos que había llegado el momento en que una nueva generación tomaba el poder no para el dominio sino para la solidaridad, no para la guerra sino para la paz.
El único hecho de que se opusiera a la guerra de Irak abría una ventana para que comenzara a salir el olor rencoroso y nauseabundo que dejan los asesinos. Alcanzamos a respirar una atmósfera distinta, la de que otro Estados Unidos era posible. De que el Carter frustrado podía ser reinventado y mejorado. Su célebre discurso dirigido a los otros Hussein en Turquía, creo, no lo preciso ahora, tuvo mucho de bandera blanca, de olivo tendido sobre los odios. Y si a esto le sumamos su pasado inmediato, el del abogado de los derechos civiles, al joven preocupado por el derecho universal a la salud, por el control de las armas, por el matrimonio igualitario, el futuro no podía ser más auspicioso.
Algunos llegamos a pensar que era el triunfo definitivo de la rebelión de los esclavos, la victoria que derrotaría definitivamente el apartheid en su país. Parecía ser el sueño que tuvo Luther King.
En este agosto, cuando lo oí hablar sobre la guerra humanitaria en Siria y sobre el castigo a Rusia por Ucrania y sobre los nuevos bombardeos sobre Irak y, por contra, sus repetidos silencios sobre la carnicería en Gaza aumentando además la ayuda militar a Israel, me pregunté qué había pasado con nuestro Obama, qué lo diferenciaba de Bush, dónde había dejado los ideales, qué tan frágiles habían sido sus convicciones.
Entonces se me ocurrió pensar que había llegado a la Casa Blanca como se entra a una trampa, inexperto e iluso. Que por entonces no tenía ni mediana idea de lo que en realidad era su cargo. Probablemente se había creído el cuento de que iba a ser el hombre más poderoso del mundo y que el Despacho Oval era un reino sin amos y no la cancha donde debía jugar un juego sucio y corrupto que él desconocía.
Ahora es un hombre viejo, un atleta en desuso, un hombre a la deriva, una veleta al antojo de las circunstancias. Apenas le queda agilidad para descender las escalerillas del Force One. Al desencanto y a la desesperanza se le puede sumar un poco de misericordia. Como en esos rápidos de los ríos traicioneros, da la sensación de estar dando siempre manotazos de ahogado y que, al final, metido en un traje para el que no estaba hecho, es una víctima más, uno de los tantos atropellados por el tráfago de intereses despiadados, por las fuerzas siniestras que se agazapan tras la industria militar, por la codicia de las timbas financieras, por los pistoleros de asalto que se quieren quedar con el petróleo ajeno, por geopolíticas probablemente diseñadas décadas atrás. Se habrá dado cuenta de que los sueños son la pesadilla donde los tiburones vuelan y los buitres reptan.
Lo que duele pensar es que, al menos, juntando un poquito de coraje, no nos alerte sobre los males que nos asechan y que él sabe bien que vendrán y ocurrirán y esté así haciendo causa común con los miserables de los que terminará irremediablemente haciendo parte. ¡Y ya no será de los nuestros sino de los otros!