Boyhood es una película diferente. Para empezar, se ha rodado a lo largo de 12 años, aunque sólo en 39 días. La apuesta de su director, Richard Linklater, fue muy arriesgada. Decidió hace más de un decenio escribir sobre la vida de una familia normal americana e irla rodando con los mismos actores para ver su evolución. Toda una aventura. Y esta locura ha dado como resultado una maravillosa historia.
Linklater tenía claro que no quería contar grandes dramas ni grandes romances, sino sólo narrar cómo es la vida misma. Y con este punto de partida ha conseguido una historia de las de verdad, con personajes y situaciones reales, con sus problemas, miedos, ilusiones… Es una joya del cine, la verdad.
Para desarrollar esta bella historia escrita por él mismo, ha contado con uno de sus actores fetiche y gran amigo Ethan Hawke, con quien ya trabajó, entre otros filmes, en la trilogía Antes del amanecer, Antes del atardecer y Antes del anochecer, cintas las tres maravillosas y que recomiendo a los amantes de películas donde el diálogo es la base fundamental de su estructura.
Dentro de estas vidas, la evolución más importante es la del niño y protagonista principal, Ellar Coltrane. Empezó rodando la película con 6 años y la terminó con 18. Con una naturalidad pasmosa y una mirada cálida, a la vez que nostálgica, interpreta a Mason, el hijo pequeño de una familia de padres separados (Ethan Hawke y Patricia Arquette). La madre, pilar de la familia, la saca a flote, aunque por el camino tenga que mudarse varias veces de ciudad y deba sufrir un par de matrimonios fallidos. A este trío se une la hermana mayor, interpretada por Lorelei Linklater, hija del director.
Como anécdota de tan largo rodaje, hay que señalar que Lorelei Linklater en los últimos años ya no estaba muy contenta con este proyecto (quiso que se muriera su personaje) y decidieron limitar sus apariciones finales, por lo que dejaron el protagonismo total a Coltrane, que, sinceramente, se come la pantalla.
En el metraje de la película, pese a lo largo que es (164 minutos), no sobra ni un minuto. En casi tres horas, el espectador forma parte de esa familia y de las conversaciones, que a veces parecen trascendentales y no lo son para nada: de cómo el padre separado, que ve a sus hijos cada quince días, no se conforma con conversaciones banales y de cómo quiere seguir conociendo a sus hijos y formando parte de sus vidas. El protagonista no para de oír cuáles son sus obligaciones a lo largo de toda su vida, de lo que termina harto, sobre todo de la gente que no le importa pero tiene que aguantar. También de la relación entre hermanos, que se quieren, se odian, se apoyan… Lo dicho, como la vida misma. Y de la madre, esa mujer que tiene cuarenta y pocos y ha dado su vida por ellos, que han sido su motor para evolucionar y ahora se van a la universidad… Por esa soledad de corazón que se le queda.
Y, por supuesto, del amor. Fundamental. El amor maternal, fraternal, en la amistad y el amor… Amor. Es el despertar de Mason ante la vida y lógicamente ante ese sentimiento que le hace tener mariposas en el estómago. Pero siempre sin grandilocuencia, sin escenas bajo la luna… Simplemente la vida.
Todo esto acompañado de una banda sonora maravillosa, de unas letras de canciones que llegan a lo más hondo y que hacen que parezca que estés sentado en la parte de atrás del coche, compartiendo la vida y las conversaciones con ellos.
Como no podía ser de otra manera, hay un final maravilloso, una vida por delante, un chico de 18 años preparado para comerse el mundo. Lo dicho, no se la pierdan.