
Foto de César Martín
Alzo la vista al frente mientras me dejo impregnar por el olor de antaño. Aquellos árboles vuelven a relucir como si no hubiera pasado el tiempo, como si fuera 1983. Fuertes y frondosos se asoman hoy, después de que limpiaran el terreno de malas hierbas, matorrales y la porquería acumulada durante décadas. Jueguetones claman al cielo los eucaliptos que me transportan a otrora.
Detengo mi andar. Por unos minutos me dedico a contemplar la enorme naturaleza, lo poco que queda de ella, la que consiguió escapar de la especulación y el cemento. Observo el cimbrar de las ramas al compás del viento, el movimiento coreográfico de las ramas. En esos instantes hago el esfuerzo por escuchar a estos árboles centenarios, como si la sabiduría acumulada durante toda su vida fuera a revelarme la clave de la mía.
Hemos dejado de escuchar, quizás por eso no me esté enterando de nada. Nos hemos acostumbrado al lenguaje más práctico, a ese que soluciona lo inmediato y que no tiene más valor que el instantáneo. Ya nadie atiende. Enfrascados en nuestra propia historia se nos hace inútil la del otro, qué tendrá que decir que no sepa ya. Todo nos parece igual, todo es idéntico. Una y otra vez la misma noticia corrupta, el mismo drama, la misma conducta, la misma respuesta, el mismo consejo de autoayuda, el mismo presupuesto, el mismo chiste, la misma trama… Por eso, aunque parece que nuestra escucha es activa, y de hecho presente estamos, no es así, el corazón permanece sordo.
La observación tampoco me sirve de mucho. Clavo la vista en la frondosidad esperando descubrir algún código secreto, pero mis ojos se confunden entre los tonos de canelos, marrones y verdes. No soy capaz de descifrar el código. Ya no miramos como antes. Detenernos más de unos segundos a contemplar algo supone un suplicio. La imagen estática mata a la sociedad del movimiento, acostumbrada a los miles de fotogramas por segundo. Andamos cabizbajos pegados a la pantalla del teléfono inteligente, se nos escapan los detalles, no miramos a nuestro interlocutor… Perdimos la esencia de la comunicación; nuestros ojos no cuentan nada.
Al final opto por acercarme al gigante, dejar de mirar desde lejos y acariciar su corteza, pensando por otro lado, que quien debería de acariciarme con pena es él. Busco consuelo en la aspereza de su tacto, rugoso y duro. Por un momento soy consciente de que este rato no es en vano, tal vez todos estos pensamientos encierren la esencia del mensaje. Miro al cielo mientras deslizo mi mano en su superficie. Trato de alcanzar la luz sin miedo, como los árboles.