Cada vez que veo un folio en blanco, apago la música, aparto los libros y recuerdo todo lo que he escuchado, todo lo que he leído. Entonces dejo que tú, mi musa y mi inspiración, mi miedo, relates cualesquiera de las brisas que me arrastraron. Entonces te permito acuchillarme y hacerme sangrar ríos de tinta negra, lágrimas del color del olvido. A ciegas.
Cada vez que me pierdo en los mapas de la rutina, la musa, esa lupa de lucidez; ese breve lapso en el que el mundo es más hogar que hoguera: segundos, siglos, siempres… aparece para salvarme. Me arrasa, me arrastra en un huracán de violín y flores. Me baña en un río de tintura.
Y escribo tinta negra sobre blanco puro porque no existe mayor contradicción para un cobarde que abrir en canal sus libretas y dejar que supure, simple y llanamente, la verdad. Escribo tinta negra porque me niego a renunciar a la oscuridad y al vacío. Escribo tinta negra porque incluso tú, mi musa, mi inspiración, me suplicas a gritos que no abandone una de las pocas buenas costumbres que aún conservo.
Porque tú, mi musa, me inspiras y expiras. Te esfumas, me pulsas, me pillas los dedos… me quitas el veneno de cuajo. Eres falúa, baluarte: el filo de la primera hoja del libro, la luz de un domingo en la terraza.
Y beberé lo suficiente para no recordar. Para no sacar a pasear a la culpa, sea del color que sea, como si fuera un acompañante al que no hay que seducir. Y aunque siempre desee irme, aun sin tener la maleta preparada, sé qué debo llevarme: a ti, mi musa, mi miedo, mi inspiración, mi tinta.
A ti, arcoíris perenne, impertérrito, guarecido de sueños, de chasquidos, de monzón. Tendré que llevarte, musa, para que me pises el corazón y la realidad de vez en cuando; para que me despiertes en bajamar y grites: ¡vives!