Cuando la duda aprendió a caminar, nos cerró la puerta. La ventana la tapió el miedo; la boca, el frío.
Entonces comenzó a andar la melancolía, silenciosa como siempre, como nunca lo había sido. El corazón se posó en la nuca y dijo: “No te preocupes, que ahora que puedo ver todo lo que viene nadie nos hará daño”. No se dio cuenta de ponerse el escudo para salir y fuimos los más débiles de todo el invierno.
Cuando el silencio empezó a gritar, nos agujereó los tímpanos. Las manos, muertas de miedo, se cruzaron el cuerpo hasta la cabeza. Abrazaron la asimetría que rodea la concavidad de este vacío en el pecho, cueva sagrada. El amor se quemó: “La nieve ardía”.
Entonces el deseo volvió a colocarse en la garganta para intentar gritar que nadie se quería a sí mismo como él; solo la muerte. Y aunque nuestros corazones aparentaron un estado tan lánguido que dolía, los latidos aún pretendían regresar a su lugar de origen.
Cuando la lluvia se volvió lodo, empapados los pulmones de azufre, me mudaron de piel los ojos. Roja la pupila, rabia tejida a las pestañas que se afilan por momentos. Miedo.
Entonces respiramos hondo e intentamos con más fuerza que nunca ser camaleones. De este modo aquel absurdo proceso no sería más que una etapa lógica y no otra de esas locuras de las que jamás habíamos salido con vida. A pesar de todo, y aunque fue difícil reconocerlo para un ateo, la resurrección existe: en cada beso, en cada verso.
Cuando el corazón centrifugó de nuevo, se me ataron los zapatos, las ideas, los poemas dejaron de sonar a tiro. Se me estiró el aire dentro, se ventiló el alma, sacó las plumas de lo nuevo.
Llovió / Me desintoxiqué de nosotros / Te desterré para enterrarte.