
Pinocho (Park Iskusstv, Moscú). Extraído de www.flickr.com. / Foto de Pedro J. Pacheco
Ayer no fue un buen día. De hecho esta semana no ha sido buena, qué digo, ha sido un asco de semana. Se me ha ido acumulando el trabajo desde el lunes y apenas he podido sacar nada adelante, las clases de inglés han sido un desastre, mis relaciones sociales han sido básicamente a través del teléfono y para colmo he estado con una contractura en la espalda, a consecuencia del estrés, que me ha provocado intensos dolores de cabeza. Vamos, lo que viene siendo una semana de mierda.
Y de repente, para rematar la semana, en el supermercado, entre la charcutería y la carnicería lo veo a él: mi ex. ¡Mierda! Que encima voy con el chándal viejo y la camiseta de Talleres Manolo que le regalaron a mi padre el año pasado con el cambio de aceite del coche. ¡Joder! no me podía encontrar con él en otro momento, en otro lugar y con otra pinta. Lo mismo si miro fijamente al jamón no se da cuenta… Es entonces cuando noto que se acerca y, sacando fuerzas de donde no las tengo, me giro hacia él.
–¡Antonio! –le espeto mientras salgo a su encuentro con mi mejor sonrisa.
Él hace esa típica pregunta que todos hacemos en momentos como este.
–¡Hola!, ¿qué tal estás? –cuestionándome con una mirada intensa y una sonrisa perfecta, de esas que me hacen temblar como una tontorrona…
Es ahí cuando soy consciente de la capacidad que tengo para la mentira. Una detrás de otra, casi sin respirar, mirándolo a los ojos, mintiendo como cualquier político de este país y además adornando por vicio.
–¿Que cómo estoy? Genial, y a ti te veo estupendo, incluso más delgado. Yo, aquí, haciendo unas compritas que hace seis días que llegué de Marrakech y tengo la nevera vacía. En el trabajo me han hecho fija, así que me lié la manta a la cabeza y me compré una casita en Radazul Alto. Ahora mismo vengo con esta pinta porque me están poniendo el parquet en casa…
Si la conversación duró diez minutos, pude decir unas veinte mentiras sin sentirme mal por haberlo hecho, ni colorada me puse. Yo sé que faltar a la verdad no está bien, pero ¿quién no miente en un momento como ese?
A veces resulta imposible no mentir. Decimos que sí sabiendo que el regalo no nos gusta, inventamos una excusa para no asistir a una cena que no nos agrada o cuando llegamos tarde a una reunión importante… Y a pesar de esto la mentira está muy mal vista. Cuando pensamos en el engaño siempre lo asociamos a la maldad o a la infidelidad. Si nos ocultan la verdad se genera duda, desconfianza, miedo… Pero, aunque exigimos claridad y sinceridad, todos en algún momento hemos sido mentirosos.
El dicho sostiene: “Prefiero una verdad dolorosa que una mentira piadosa”, pero ¿es verdad que deseamos eso?, ¿queremos realmente la verdad en todo?, ¿es siempre la mentira algo malo?
Creo que a veces deseamos que nos engañen un poco e incluso llegamos a hacerlo nosotros mismos. Y es que hay verdades que duelen tan hondo que tal vez ocultarla sea lo mejor y más razonable. Quizá la clave del asunto no esté en la mentira sino en su intención.