La emergencia llegó el día que las luces se apagaron y la piel no quiso encenderse; el reguero de residuos de la cama hasta la ducha: la soledad untada en la tostada de al día siguiente. Tenía que huir de alguna manera y buscó la peor.
Y eso que nunca le había gustado el protocolo. Era más de dejarse llevar hasta el naufragio y resucitar únicamente cuando había tocado fondo. De otro modo se estaría mintiendo: tocado y hundido, se repetía. Como si su afán por recordar(se) fuera suficiente para olvidar(se). Durante siglos.
Antes lo rompió todo: desarmó el puzle, cortó la raíz y luego saltó. Apagó la luz, cazó los sueños y dejó que el otoño los destiñese. Y la memoria hizo el resto: cuando quiso olvidar se estancó, cuando ya nadie le esperaba todo era olvido.
Nunca había deseado con tanta ansia no volverse a ver jamás; y sin embargo no hacía más que mirarse en cada espejo, para recordar que en el fondo de aquello que veía aún quedaba poesía, o algo parecido. Cada una de sus palabras se suicidaba después de ser escrita y no preguntó por qué. Incluso para él era demasiado fácil comprender que una existencia con tanta desesperanza no tenía más caminos.
La ventaja fue el impulso. Su impulso por irse, su tozudo impulso por olvidar. Para limpiar de cascotes lo que quedaba en aquella zona cero después de la explosión final, había que deshilvanar uno a uno los recuerdos, deshollinar el corazón, adiestrar la cabeza como un perro guía: comprar parsimonia en algún gran supermercado; contratar a algún modisto que cosiera ese tipo de desgarro.
Pasaría un tiempo hasta que se dieran cuenta de que, como decían las madres, eso no era un roto, solo un descocido. Y ya se sabe que eso siempre tiene arreglo, aunque queden las huellas del desastre.