Me preguntó con ojos tristes que si era feliz. No supe qué contestarle, al menos por un momento. Dicen que si no respondes que sí al instante es que no lo eres, y sin embargo siempre te animan a pensar antes de hablar. Yo decidí hacerlo incluso en esa ocasión y me di cuenta de que mi respuesta sería más certera, aunque menos impulsiva. Me di cuenta entonces que todos los días era un poquito feliz y que firmaría mi sentencia de muerte antes de renunciar a un placer tan inexplicable.
Aprendí que el dolor engrandece, angustia y enseña por igual. Que a veces, en lo más hondo de uno mismo crece la flor más bonita; que si no te quieren, que si sí pero no, que qué más da. Que respirar no solo es cosa de los pulmones, que el corazón se vuelve un extraño de vez en cuando y que es probable que, cuando te tire la cuerda que necesites para salir de él, no encuentres las manos. “El amor está hecho de destiempos” y los sueños contienen trazos de realidad.
También me preguntó cómo se podían curar dos heridas de bala en el mismo sitio, que te hacen un agujero cada vez más grande y cada día más insoportable. Aunque parezca una contradicción le dije que se quitara aquel chaleco salvavidas que lo acompañaba siempre. La muerte sería rápida e indolora y entonces estaría preparado para vivir de nuevo. Siempre quedarán las huellas del abismo, le recordé.
Le enseñé mis estigmas, mis recientes canas, mis músculos cansados, mis ganas a punto de flaquear. Me vi en el reflejo de aquel charco… Vaya, sigues siendo el mismo -me dije- y comencé a caminar. Quizás lo importante no era el rumbo sino los pasos, el ensuciarse de nuevo, sentir el acompasado ritmo de la vida en los talones, que ya sobreviví a la gran ola, que aprendí a ‘sonrevivir’, que el buen tiempo vuelve cuando menos lo esperas.
Como si ya no lo supiera, como si no hubiera visto en su rostro los surcos de una existencia que estábamos por descubrir. Yo vivo con el corazón en la garganta y nunca sé muy por qué, pero aún siento que estoy vivo.