
El pico de Montaña del Fraile, en Los Realejos. / R. D.
Ayer me rajé de todo esto. No pude. Bueno…, debo reconocerlo: ni lo intenté. Entré en colapso, en pura crisis existencial. Pensé que no iba a ser capaz. Es algo que pasa hasta a los grandes, a los más grandes. Lo sé porque a veces los leo y porque ellos también lo explican en sus tertulias y charlas. Al fin y al cabo son humanos de carne y hueso.
Otra vez con los huesos. Me persiguen. No pude porque me olvidé de la historia tras haberla escrito; desapareció de mi cabeza, y también del ordenador. Me cago en la madre que…
Fue como si no hubiera hecho nada antes, como si incluso ya no creyera en que la historia estaba pensada y retenida en mi cerebro: una cosa muy extraña y difícil de explicar de forma tan acelerada.
Llegué a pensar en que quizá esta era la parada definitiva, para siempre. Entonces tuve un escalofrío. Ya entiendo: lo que pasó es me quedé sin ganas de seguir, de escribir, de pensar en esto además de en tantas otras cosas. La culpa fue del maldito e insalubre trabajo.
Por la noche volví, recuperé el tino, el ritmo, el yin y el yang y ya pude ponerme a pintar, a dibujar y a escribir dentro de mi cabeza, con la tensión puesta en su sitio. El hecho de tener buenos libros a la vista, sobre mi pequeña mesa de baja estatura, me animó a seguir con la aventura. Vi a algunos de los escritores más listos, a los que están en lo más alto.
Cuando pensé en utilizar el adjetivo listo, me frené. En mi barrio se decía mucho “¡Tú te crees el listo!”, pero con otras intenciones. No tiene nada que ver con la acepción que yo he utilizado aquí. Mejor dejarlo así para no estropearlo más. El que más decía esa frase era Jose, José el Gordo. Dicho queda, que yo pronto regresaré a mi barrio. Y además odio que me digan eso de “¡Tú te crees…!”.
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