Cuando el continente de su cuerpo se volvió guarida, llegó el momento de partir. Como siempre la incertidumbre llegaba en el peor momento. No podía mudarse de ella tan fácilmente: cinco años cuadrados de vida y todo el vértigo vertido encima de la mesa sobre la que se apoyaba aquella sentencia de divorcio; que también lo era, sin saberlo, de extinción.
Quizás no era más que una separación. Un “espero no verte nunca”, pero hasta siempre; un “tal vez” de los que duran toda la vida y la arrastraban al abismo de la resurrección. Un sueño que revive lo que no pasó jamás y que, sin embargo, hacía que se sintiera justo como aquel instante en el que cerraba los ojos, despierto y desnudo frente al mar.
Cogió un avión de vuelta a casa y, desde las alturas, observó los coches parados. Hileras de luces como gusanos que devoran una fruta madura. Y pensó: fíjate, yo en ruinas y vuelo. Y vosotros tan sólidos, atascados.
Qué ironía; él, que siempre había volado entre la ceguera de quienes nunca la habían mirado, era ahora el rey de ningún lugar.
Pisó tierra y marcó el número. En el contestador de aquella casa vacía quedó grabado: “Me gustaba tanto cuando hablabas porque te notaba en mi ausencia”.