Diciembre siempre llega demasiado tarde. Cansado y con el recuerdo del verano a sus espaldas. Con la voz ronca de fumar los cigarrillos que desvelaron sus vergüenzas. Pero aquel año tú fuiste diciembre durante doce meses. Tenías una risa apagada y unos ojos grises; andabas siempre sin mirar al cielo o, quién sabe, simplemente mirando a ningún lugar.
Eras ese mes idiota, que siempre vuelve a llamar. El que te miraba muerto desde la esquina, colgando sobre su propio cuello y lanzándote trocitos de risa sobre lo que quedaba de ti: kilómetros hundidos sobre una vieja almohada, tardes de psicofonía de amor en la radio. Papel y bucle: enero colgando en la mirilla.
Fuiste diciembre en mayo y nadie supo cómo vencer tus derrotas; solo tú podías hacerlo y, sin embargo, decidiste no luchar, a menos que te arrastraran al campo de batalla. La guerra no era más que un enfrentamiento entre tu ego y tu generosidad. Todos queríamos la tregua y a lo mejor por eso combatiste hasta que cojeara el corazón.
Y una vez suelto el calendario, libre de contratiempos, practicaste nuevas formas de andar por la vida del revés: acabar la meta en el principio, diciembre, desarmar las cosas y los días; regenerar las estrellas y continentes de esos 35 metros cuadrados de casa, cada noche más cuadrados, cada día más herméticos.
Ahora que eres diciembre en pleno diciembre todos te entendemos un poco más. Los finales siempre llegan en el último momento y algún día disfrutaremos del nuestro. Mientras recuerda que el invierno son solo días que parecen meses, meses que parecen años, años que se acaban.
Diciembres.
Finitos, todos.
Fatales, algunos: seres de un momento.