En aquel momento me di cuenta de que el miedo se había apoderado de mí. Presumir ser amante de la soledad me había convertido en desierto sin oasis y vagabundo de ciudades sin nombre. Ahora la compañía era mi mayor fobia y mi mayor anhelo; ahora la exigencia le daba latigazos a mi razón para recordarme: “Nunca hallarás el valor para tanta ausencia”.
Aunque como casi todo, yo era un relativo y el tiempo se colaba entre mis manos como arena. Aquel tica-tac martilleaba mi instinto y suerte; lo sentía en mis venas, latiendo, como el repiqueteo del pájaro en la rama, y luego se desvanecía lento hacia el fondo. Allí donde iba, el sonido del reloj se volvía sombra: en la ausencia, solo encontraba el reflejo de mi propio enigma.
Y aunque no quería reconocerlo empecé a creer que estaba en lo cierto. Nunca era demasiado tiempo para alguien como yo. Sin embargo, sabía que llegaría el momento en el que fuera demasiado poco…
El oxígeno seguía ahí, solo había que encauzarlo hacía la meta. Volver al inicio, empezar a juntar los pliegues, reconstruir la raíz, tentar a la suerte, revivir en la propia herida.
Pero el pánico tenía contradicciones que no estaba capacitado para comprender. Aun así las sentía a cada instante, como abismos a los que ni siquiera era capaz de asomarme, acantilados repletos de miedos confusos, oleadas de dolor.
Fue la época dorada de hondura y versos: de ahí nació la poesía.