La verdad, fue difícil olvidar aquella última noche del año. La vida se había puesto en cuesta, sentía los órganos en tensión subiendo la cumbre hacia el cambio de dígito en el calendario, como si fuera el esprín final de algo que comenzó con impulso y terminaba sin punto final.
Otra vida más perdida en bares, rodeado de desconocidos, sin saber si el invierno duraría algo menos este año, pero deseándolo hasta perder el aliento. “Así será”, aseguraron todos, pero la verdad es que llevaban diciendo lo mismo desde el siglo pasado y yo siempre sentí los restos del deshielo, incluso durante aquel verano.
Recuerdo que el frío era devastador y los cristales parecían tiritar arropados entre las cortinas. El bar era pequeño, algo oscuro, y yo tenía las manos entrelazando el vaso de ginebra como si fuera mi propio cuello. Usted me preguntó por la inspiración, yo le hablé de libros y otras drogas y entre tanta intensidad se tensó la cuerda: caí como un imbécil, entré hasta el fondo de su mueca encantadora y empecé a descontar segundos. Grave enfermedad, el amor a última vista.
No sabía si había sido aquella copa o la certeza de que me quedaba tan poco tiempo que tenía que descontar todas las atrocidades cometidas en mi corta existencia. El caso es que no pude remediar lo que estaba escrito en el aire. Las campanas esa noche anunciaban el principio y el final del tú y yo.
Aún no recuerdo en qué momento me dejé de sintaxis complicada y pedantería extrema y me atusé aquella chaqueta de corte rancio y la saqué a bailar. A la vida, me refiero. Querida existencia, lo nuestro fue un flechazo en toda regla. Un poco tardío, quizá.
Pero jamás es tarde para una melancolía inesperada. Solo ella sabe mezclar retazos de tristeza y algo parecido a la alegría. Descifrar algo que nunca se había sentido era la tarea para el nuevo año: acelerar los sueños hasta llegar al abismo.