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Ceiba, banco y manos tramposas

Ceiba del parque Viera y Clavijo, en Santa Cruz de Tenerife. / R. D. G.

Ayer ellos ya estaban juntos. Los vi de lejos, pegados, donde la ceiba, en el único

banco debajo de su sombra, por la mañana, muy temprano, quizá sin muchos

SMS previos ni llamadas perdidas. Ayer, a lo lejos, divisé a dos en el banco:

hombre y mujer, y eran ellos y estaban al fin juntos. Tardó en aparecer, pero se

dejó ver, al menos para mis ojos, una mañana de mucho más frío. Alegres ellos

dos, ambos con sonrisas, cercanías sospechosas, juegos de manos, camisetas

abiertas que dejan huella, dedos que rascan, acarician y calientan… Juntos al fin.

Ceiba del parque Viera y Clavijo, en Santa Cruz de Tenerife. / R. D. G.

Ceiba del parque Viera y Clavijo, en Santa Cruz de Tenerife. / R. D. G.



Ayer ellos ya estaban juntos. Los vi de lejos, pegados, donde la ceiba, en el único banco debajo de su sombra, por la mañana, muy temprano, quizá sin muchos SMS previos ni llamadas perdidas. Ayer, a lo lejos, divisé a dos en el banco: hombre y mujer, y eran ellos y estaban al fin juntos. Tardó en aparecer, pero se dejó ver, al menos para mis ojos, una mañana de mucho más frío. Alegres ellos dos, ambos con sonrisas, cercanías sospechosas, juegos de manos, camisetas abiertas que dejan huella, dedos que rascan, acarician y calientan… Juntos al fin.

Ayer había dos juntos y eran ellos. Los vi varias veces, hasta en once ocasiones, como si yo fuera el puntero que marca los minutos en un reloj que camina en sentido contrario al de las manecillas cuerdas y que por ello siempre estoy obligado a ver de frente a través del retrovisor: de manera indirecta. Ayer estaban allí, tras el suceso del miércoles y el ¡vete tú a saber qué paso aquella otra mañana fría!

Entonces yo me quedé fundido, fundido en negro. Pero esta vez no: ahora las dos manos se tocaban, las bocas se acercaban sin prisa pero sin pausa y la charla era de risas y fiestas, de terminar pronto (¡lástima que solo hubiera opción de parque!) y entregado uno al otro, claro que copulando como animales. Era lo que decían sus caras. Ella feliz; él también feliz, y los dos sin espacio para la intimidad. En una de mis vueltas pensé en parar, en quizá felicitarlos por la alegría adulta de ambos, en agarrar la supuesta colcha de la intimidad y permitir que ellos, dentro de esa carpa ficticia, jugaran a tener placer y más placer, que seguro que era lo que más deseaban.

No soy, mientras giro y giro, de los que usan mucho el retrovisor, que bastante ya tengo con lo mío: mi cansancio y mi bombeo cardíaco que a veces asusta y desestabiliza. Pero esta vez me atreví y eché la cabeza atrás, con mis ojos a pleno rendimiento… Y cuál fue mi sorpresa cuando, tras enfocar primero la ceiba y el banco y luego el dúo con manos juguetonas, me di cuenta de que ella no era la del miércoles: era otra, quizá la otra. “Por eso aquel día las llamadas se perdían en el infinito”, pensé.

Fundido en negro.

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