El chico de los aviones era, sin saberlo, mi esfinge. No eran sus dimensiones físicas, hablábamos del fondo, la trampilla, la reja en la que los humanos atrapamos el corazón.
Esa verja en la que tenemos creer encerrados todos nuestros temores. Era un monumento a la libertad que me tenía atrapada en una vida rodeada de contradicciones. Él se había convertido, por desconocimiento o ignorancia, en un enigma que nunca quise descubrir.
Era una plaza al sol, un bombón de oxígeno; uno de esos seres magnánimos que se tiran al río en enero para recoger tu chaqueta.
Y que se acaban congelando. Porque era más humano de lo que me había querido mostrar. También sentía frío en invierno, aunque se rodeaba de capas de sonrisas y baladas para disimular su desaliento.
Yo era, por entonces, un desastre inmensurable. Una femme con un sueño encajado entre los ojos, una pesadilla colgando del pelo, unas circunstancias sin compasión. La guerra acababa de empezar y se me estaba atascando el futuro en la recámara del revólver a medida que supone estar perdido. Tomaba una copa disfrazada de rubia y apoyada sobre cualquier excusa. Desesperar siempre fue lo mío y entonces apareció.
El chico de los aviones supo ver más allá de aquella peluca desordenada y entendió que yo, como él, era un disfraz. Por eso aún no sé si aterrizó directamente desde el cielo o está simplemente de paso, camino al infierno. Le pregunto cada día y él tampoco sabe responder. Supongo que es demasiado tarde para elegir destino.