
La vida es un laberinto que oscila entre miedos y pasiones, de Pedro Luis.
Malas praxis
(Una noche cualquiera, cuando menos lo esperas, suceden cosas.)
Bajó la guardia y recibió el primer impacto. Un enorme zumbido agitó su cabeza y sintió desplomarse. El resto no lo recuerda, fue su último momento de consciencia antes de despertar en el hospital. Allí logró vislumbrar la silueta de la enfermera con su ojo derecho; el izquierdo no lo pudo abrir de la hinchazón amoratada, fruto del tremendo golpe que le habían dado. No fue el único que recibió. La brecha en la cabeza, la luxación de la rótula, las tres costillas rotas, el cúbito y el radio del brazo derecho partidos, eran el rastro de las patadas que recibió inconsciente en el suelo. La paliza había sido tremenda.
Tardó meses en recuperarse. Luego la rehabilitación se prolongó un año más. No volvió a ser el mismo; nunca quedó bien del todo. La frustración fue mayor cuando no hubo causa que denunciar en el juzgado al no tener la certeza de quién o quiénes lo habían agredido. De hecho, jamás supo la identidad. Muchos pensaron que había sido fruto de la casualidad, o de algún robo infructuoso. Así vendió su historia, sintiéndose la víctima de todo aquello que lo había marcado para siempre. Lo que jamás contó fue por qué a él. Y lo sabía bien.
Diecisiete
(Numerología vital, ecuaciones que nos llevan de un destino a otro).
Había contado en pasos la distancia que lo separaba desde la entrada y conocía el recorrido perfectamente, en el ensayo lo habían practicado varias veces: no había dudas. Tan solo debía dar diecisiete pasos en línea recta, diecisiete movimientos firmes. Parecía sencillo, y lo era, pero aquella mañana las diecisiete huellas de separación se habían convertido en diecisiete intenciones para comenzar una nueva vida. Eso lo cambiaba todo.
No es que no estuviera seguro, que lo estaba, al menos hasta ese instante en el que atravesó el umbral de la entrada y sintió la mirada de todos los presentes dirigida hacia él.
—Diecisiete. Sólo diecisiete y ya está —pensó mientras tragaba el exceso de salivación en la boca.
Pero no bastó eso para que le temblaran las piernas, para sentir que el nudo de la corbata lo asfixiaba mientras un sudor frío le recorría la espalda. Aun así suspiró y sonrió, recordando que la amaba con todo su ser, o al menos eso creía.
Diecisiete meses después se encuentra firmando los papeles del divorcio. Aún no sabe por qué narices decidió hacerle caso a su madre, madrina del evento, cuando lo obligó a arrancar aquellos diecisiete nefastos pasos de un tirón en el brazo.
XXX
(Ventajas de la creación, de lo que nos viene dado sin pedirlo.)
Lo supo desde pequeño: aquello no podía ser normal. Además, no conocía a nadie que tuviera algo igual, o al menos parecido. El tamaño era enorme, desproporcionado, inaudito, algo fuera de lo común. En su familia no se explicaban el fenómeno, no podía ser herencia; eso su madre lo sabía bien. Los médicos tampoco supieron esclarecer las causas del fenómeno, aunque sí le aseguraron que no tendría problemas para un desarrollo normal.
Él ocultó su secreto todo lo que pudo, hasta que no hubo más remedio que sacarlo a la luz, eso sí, muerto de la vergüenza. Pero pronto la timidez desapareció, amén de la admiración que despertaba entre sus amigas y algún amigo. Fue entonces cuando aprendió a apreciar las ventajas de semejante atributo.
Una tarde frente al espejo, observándose detenidamente y pensando qué sería de él recién estrenados los diecinueve años, se decidió. Lo que tenía era un don de la naturaleza, y como tal, debía ser mostrado al mundo. Fue así como entró en el negocio. Sólo necesitó un casting para hacerse con su primer papel y jamás tuvo que repetir uno. Se convirtió en una auténtica estrella, causando toda clase de placeres, tanto en sus compañeros de reparto como en el público. Dichosa existencia.