
Foto de Indra Kishinchand.
Siempre que una mujer llora, alguien sopla las cenizas de un Fénix.
Hoy hay toque de queda para todas las balas hambrientas.
Los abrazos se debaten entre el amor neurótico y la soledad.
El abecé del espíritu se vuelve lucha grecorromana.
Las noches de estrellas se visten de ciegos, los fantasmas dominicales se desempolvan la lencería fina y se ponen a jugar al pañuelo con los recuerdos: agárrate a la vida y corre.
Corre como si detrás de ti no existiera el frío y el invierno. Y cuando pierdas el aliento no pienses en respirar. Solo anda hasta que te encuentres o te encuentren. Camina con paso firme aunque no sepas a dónde vas.
Yo buscaba el aire; las ganas de agarrarme al hilo de todo lo que me conmueve, de huir de todo lo hueco… o al revés; a veces.
En el fondo sabía que era mejor adentrarme en el vacío para no sospechar que todos creían conocerme. No es que abandonara, es que desconocía el significado de todo lo que me rodeaba, y decidí no preguntar.
La imposibilidad de permanencia absoluta es la única herencia del todo y a mí las canciones ya no me llevan a tu abrazo, ni detrás de todas las curvas veo acantilados.
Pero la posibilidad de permanencia absoluta… ¡Ah! Con esa soñábamos todos aunque nadie lo dijera y nos mirábamos en los espejos de las calles grises intentando vislumbrar lo que fuimos durante el verano.
Tengo diferentes maneras de modular el presente: sintetizar lo exterior, enfrentar el interior de los demás, bañarse en él hasta volver loco tu pasado, su futuro, nuestro futuro de una realidad amada y odiada a partes iguales.
Ninguna me funciona aún porque todas hablan de otros. Y como siempre, me sucede lo que estaba intentado evitar: la vida se me escapa en versos y palabras.
Y esperando una canción como el que espera un tren con algo de prisa en las palmas frías de las manos, faltan cinco minutos para que nos coma la nada. Faltan cuatro años para otro antes de ayer.