El regalo más precioso que podemos ofrecer a cualquier
persona es nuestra atención. Cuando la atención alcanza a
los que amamos, ellos brotan como flores.
Thích Nhất Hạnh
He tenido que ir al supermercado antes de volver a casa. Son las 20.55 de un duro día de trabajo y sé que no tenemos nada para cenar. Compraré rápidamente la chacina, el queso y el pan, que pueden servir para unos sandwiches antes de irnos a dormir.
Llego a la caja. Solo hay una abierta. Están atendiendo a una clienta, una persona mayor que tiene pocas cosas: las justas para alguien que vive sola. La señora habla con la cajera. Le pregunta por los yogures -la fecha de caducidad le preocupa-. También se queja un poco de que el pan no esté crujiente –“como en otras ocasiones”, dice-. Intenta desesperadamente entablar una conversación con la empleada, que, a su vez, quiere terminar con el cobro diligentemente.
En esta situación, es probable que tanto yo como la otra persona que estaba detrás de mí ya estuviésemos impacientes. Pero ese día, no sé por qué, no era mi caso. Aquella situación me llenó de tristeza. De compasión, quizás. Pensé que era evidente que aquella señora que tenía delante no había hablado con nadie en todo el día. Y que ese instante, comprando, iba a ser el único contacto humano que tendría en la jornada. También me hizo pensar en la multitud de ocasiones que por una situación similar había perdido la paciencia.
En ese momento, mi acompañante en la cola expresó ese sentimiento. Supuestamente en voz baja, pero todos lo pudimos oír. Bueno, la anciana no pareció escucharla. Seguía preocupada con lo que le costaba lo que había comprado. Yo también decidí ignorar el comentario. Espere pacientemente, o quizás empáticamente, a que todo aquel proceso terminara. Y me sentí bien.
Leocadio Martín Borges Psicólogo
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