Esta sencilla ocurrencia viene a cuento de que cruzaba el puente sobre el río seco de Santos…, y ¡zaaas!, idea para el artículo de hoy. La mecha encendió tras recuperarme del susto capital de no poder acordarme, al menos en ese eterno minuto, del título y autor de la última novela que pasó íntegra por mis ojos. Les aseguro que fue un minuto agónico, de vacío letal, de quedarme para siempre sin letras, párrafos, historias…; de dejar de ver frases, palabras, puntos y comas, paréntesis… Fue un minuto infierno; eso, un minuto infierno. ¡Qué bonito título para un relato corto!, para un microrrelato ahora mismo improvisado y mortalizado como Minuto infierno.
Todo lo relacionado con el tiempo, o sea, con la vejez que uno carga de ya para ya, de manera irremediable e intransferible, siempre me lleva al mismo hueco de fonil: a la canción que habla de pérdidas, de adioses atracados y de otros en singladura hacia el mismo final. Pero no. Mi basáltica apetencia es ser escritor, convertirme en el mejor Vargas Llosa de La fiesta del chivo (excelente, grandiosa), o más difícil aún, en el inimitable Enrique Vila-Matas, en solo uno de sus mejores párrafos de El mal de Montano. Quiero ser por un minuto el Vargas Llosa escritor, o bien el raro, profundo y viajero Vila-Matas, el que se posa con sus personajes, atmósferas, paisajes y locuras en la isla de Pico.
Algo de esto necesito, urgente: el suero que avive los múltiples universos. Este fue el otro mensaje que digerí mientras caminaba por el puente sobre el río seco y sucio del lecho vacío de Santos. Al tiempo que superaba la cuenca, en ese minuto atroz, no me acordaba de nada de lo leído en los últimos trozos de vejez, pero bastó llegar a la sombra del viejo edificio donde aún se componen letras para que todo cambiara de un plumazo.
Prueba de que ha sido así es que incluso ahora tengo título para el préstamo de sabiduría literaria que espero de Vargas Llosa o de Vila-Matas. Tengo título, y ya lo he puesto. Libro y libro, que es tanto como decir que cierro una puerta para abrir la otra y soñar en que me convierto en Mario, en Enrique. Por eso grito: ¡libro! ¡Libros!