Solía investigar con la mirada más que con las palabras y pocos eran capaces de entenderme. Quizá por eso me hice amante de la fotografía y del periodismo, aunque no sé qué vino primero. Eran dos maneras de hacer preguntas y, en ambas, lo más importante era la respuesta y no el entrevistador.
Lo importante era la duda, el bucear con los ojos abiertos en busca de una razón; que el planeta dejara de ser una esfera llena de vida, llena de todos nosotros y se descubriese definido una mañana cualquiera.
También es esta la razón por la que me gustaba buscarle explicaciones a todo; a todos. Luchaba por esclarecer la verdad incluso donde sabía que nunca había existido. Hasta en mis palabras.
Al fin y al cabo en las palabras nacemos. Crecemos un poquito en cada no y morimos lento en cada espera; nos hacemos largos, si no aprendemos a vivir en el regazo de lo que amamos. O nos echan.
El problema o la bendición es ahora que no todos pensamos igual, que las “canciones para el tiempo y la distancia” no siempre son suficientes, que el amor se apaga y la amistad se esfuma. Que nadie avisa. Que para eso no hay respuestas en los periódicos y en las fotos, solo en la conciencia de quien no quiere hablar.
Y la explicación puede estar en la vida misma; en el tiempo. En el dolor, en el arte, en la emoción. En que no se puede parar de caminar aunque se quiera, en que esto gira y tienes que agarrarte.
Que la vida sigue y el consuelo existe, dicen, pero puede que no para alguien que encuentra una pregunta después de cada afirmación, que el círculo nunca se convierte en verso de línea recta.