En España, según el II Plan Estratégico Nacional de la Infancia y la Adolescencia (2013-2016), casi 40.000 menores están tutelados (4.955) o guardados por la Administración (30.614). A estos datos hay que añadir que la crisis económica ha agravado su situación. Actualmente hay 10.000 menores más tutelados por el Estado que en 2007, según el informe Niños, niñas y jóvenes sin hogar en España, presentado durante la Conferencia CRS (Children Rough Sleepers, niños que duermen en la calle), celebrada en la sede de la Comisión Europea en Madrid. Su precariedad es aún más acuciante y la supervisión de su bienestar debe ser primordial.
En Canarias, durante 2013, 1.422 niños y niñas de entre 0 y 6 años vivían en familias de acogida y 937 en centros dependientes de la Comunidad Autónoma
En Canarias, durante 2013, 1.422 niños y niñas de entre 0 y 6 años vivían en familias de acogida y 937 en centros dependientes del Ejecutivo regional, tal y como expresó la consejera de Cultura, Deportes, Política Social y Vivienda, Inés Rojas en una comparecencia celebrada el pasado octubre en el Parlamento. Los que se ven obligados a residir en centros de acogida lo hacen porque se encuentran en situación de desamparo, momento que desde el Gobierno de Canarias definen como “aquel en el que se constata que los menores sufren una grave desprotección al verificarse una situación de maltrato que requiere de una actuación inmediata de la Dirección General para garantizar su bienestar”. Pero ¿está supervisado su bienestar realmente en estos centros?
Un caso no tan excepcional
Para conocer mejor la situación, nada mejor que hablar de la vida en un centro de acogida desde dentro, desde las impresiones que, aquellos que un día fueron niños, tienen ahora de adultos, del “hogar” en el que pasaron su infancia. Habrá recuerdos buenos y otros que no lo son tanto, y siempre hay casos particulares que nada tienen que ver con otros, pero en el caso de Estrella, quien vivió en uno desde niña, la experiencia es difícil de olvidar.
Estrella, pseudónimo que hemos decidido utilizar para proteger su identidad, llegó a un centro de acogida de la capital de Tenerife acompañada de sus dos hermanos pequeños cuando solo tenía 8 años. Como tantos otros niños que se ven obligados a vivir en un lugar de estas características, procedía de una familia fuertemente desestructurada. Su padre cumplía condena en un centro penitenciario de la Isla y su madre, drogodependiente, apalizaba a los niños día sí y día también en la cueva que tenían por hogar en un barranco cuando la molestaban interrumpiéndola en su “coloque”. Estrella reconoce que a esa edad “uno es muy consciente de la situación familiar absolutamente desequilibrada en la que vives, crees que lo que te rodea es lo correcto y que ese entorno desborda amor y cariño” y cuenta cómo era habitual y normal para ella quedarse sola durante días con sus hermanos y tener que cuidarlos porque no sabía dónde se encontraba su madre.
En su caso, y siguiendo el procedimiento habitual, una vez que se dio la voz de alarma sobre su situación y la de sus hermanos, los servicios sociales analizaron si alguien de la unidad familiar estaba capacitado para hacerse cargo de su tutela y si deseaba hacerlo, cosa que no fue así. Pasaron al CAI (Centro de Acogida Inmediata) y valoraron a los niños, crearon un expediente para derivarlo a protección de menores y se determinó que lo mejor era que pasaran a formar parte de un centro de acogida, a pesar de que siempre se intenta por todos los medios que los menores estén en acogida con sus familiares antes de dar este paso.
Estrella tuvo “suerte”, ya que permaneció con sus hermanos en el centro donde la destinaron. De hecho, uno de los primeros recuerdos que tiene es esperar durante la noche a que se durmiera la cuidadora del centro y cambiarse de cama para dormir con ellos.
Estrella vivió en un centro de acogida durante 10 años y por él pasaron más de 30 cuidadores
El día a día
Cada centro de acogida cuenta con un cuidador, persona que, como define Estrella “tiene que ser alguien capacitado para educar menores, con un alto grado de implicación en las labores a realizar con ellos y ser su principal apoyo, tanto físico como psicológico”. Y esto es así; la figura del educador es fundamental en un centro de acogida porque debe intentar suplir, si es que de alguna manera es posible, las carencias que supone el vivir en un lugar sin tener la figura y referencia de los padres. Los menores y más estos niños que proceden de entornos traumáticos, han de ser cuidados en extremo intentando que su entorno permanezca lo menos inalterado posible para evitar consecuencias psicológicas negativas en el futuro. Estrella vivió en este centro de acogida durante 10 años, por él pasaron más de 30 cuidadores.
“En la instalación no había tiempo para jugar porque ya lo habíamos hecho en el colegio”
En un centro también se han de cumplir unas normas, para facilitar la convivencia y hacer de la rutina, estabilidad para los niños. En este centro en concreto, se madrugaba para ir al colegio, dejando la cama hecha y el pijama en su sitio antes de salir. Al llegar, dos horas de estudio impartidas por un profesor particular y después, el baño. Estrella ayudaba a bañar a los pequeños para después colaborar con la cuidadora haciendo la cena. Cenaban juntos y antes de las 21.00, todos a la cama. De lunes a viernes esta era la rutina mientras que los fines de semana había que limpiar, hacer la colada, planchar y aprender a cocinar. Si los niños se habían portado bien durante la semana, tenían derecho a ver la televisión durante dos horas y siempre en horario infantil ya que “entre semana no nos aportaba nada”. ¿Y el juego? Estrella afirma que “no había tiempo para jugar porque ya lo habíamos hecho en el colegio”. Para sus gastos, los niños recibían una paga semanal de 300 pesetas.
También los fines de semana, aquellos que tuvieran familia a la que visitar, podían hacerlo. Estrella y sus hermanos veían a su abuela durante dos horas, bajo vigilancia de la cuidadora durante los primeros seis meses. En este tiempo iban a misa y se sentaban en un parque para hablar. Con los años, su abuela solicitó ampliación de las visitas y las horas del domingo aumentaron de diez de la mañana a siete de la tarde.
Estrella recuerda que cada cuidadora que pasó por el centro tenía sus costumbres y maneras de educar a los que vivían allí. Por lo general, destaca que trabajaban por la necesidad de un sueldo a fin de mes y no por tener verdadera vocación y explica cómo algunas castigaban a los niños con métodos de lo menos ortodoxos… Como ponerles de rodillas con los brazos en cruz sosteniendo libros en las palmas de las manos, encerrarles en un armario con una cebolla dentro y no permitirles salir sin comérsela o dejarles en el portal en ropa interior y con la puerta del centro cerrada para que “escarmentaran por su mal comportamiento”. Estrella le contó estas vejaciones a su abuela y denunciaron en protección de menores, pero nadie hizo nada.
El final
Los centros de acogida se encargan de estos niños hasta que alcanzan la mayoría de edad, momento en el que han de independizarse y para el que se les prepara años antes para que lo afronten de la manera menos repentina posible. Esto está amparado por el Decreto 40/2000, de 15 de marzo, por el que se aprueba el Reglamento de organización y funcionamiento de los centros de atención a menores en el ámbito de la Comunidad Autónoma Canaria, donde especifica que el objeto de un centro de acogida es “el de ofrecer a los menores una atención y educación integral en un marco de convivencia adecuado durante su período de estancia en el centro, fomentando su autonomía personal y su integración en el ámbito comunitario a través de programas adecuados que posibiliten el desarrollo de sus capacidades”. Estrella confiesa que durante su estancia allí, no se le preparó para el momento de abandonarlo, más allá de “oír a los cuidadores decirme constantemente que me tenía que espabilar y buscarme la vida para no acabar viviendo en la cueva de donde vine”. Así que siguió el consejo y espabiló, a los 16 años trabajó en un panadería mientras cursaba Bachillerato. Cuando cumplió la mayoría de edad recogió sus cosas y al ir a recoger su ropa de cama, una frase de su cuidadora sentenció lo que había sido su estancia, un paso en su vida en el que nunca llegó a importarle realmente a nadie del centro: “llegaste aquí sin sábanas, así que déjalas donde están”.
Desde que abandonó el recinto, nadie se ha puesto en contacto con ella para hacer algún tipo de seguimiento de su trayectoria, ni una sola llamada
Asegura que desde que abandonó el centro nadie se ha puesto en contacto con ella para hacer algún tipo de seguimiento de su trayectoria, ni una sola llamada. Agradece que lleve 4 años cerrado y no guarda de él ni un solo recuerdo positivo, más allá del hecho de haber sido alejada del entorno en el que nació. Quizá la amistad que labró durante años a escondidas con uno de los voluntarios del centro, psicólogo y comprometido con su caso que a día de hoy sigue en su vida apoyándola siempre.
Hoy, y sin parar de trabajar desde aquel puesto en la panadería, reconoce que sin ayuda de toda la gente buena que se ha cruzado en su camino, amigos, parejas y los colegios en los que se le ha educado, no habría podido salir adelante porque “es muy difícil centrarse y tener una vida normal viviendo donde viví”. Trabaja en un colegio, educando a niños, algo que le apasiona y para lo que sin duda está sobradamente preparada, quizá por todos esos años en los que los niños con los que convivía fueron su única familia.