
El frío de la calle, foto de Jesús Belzunce.
Es el ruido del agua el que me despierta suavemente, como en un leve susurro al oído desde el que volver a la consciencia. Estiro el cuerpo entumecido y trato de incorporarme en lo que un escalofrío me recorre la espalda. Pereza. Envuelto en una de las mantas me acerco lentamente a la ventana del balcón. En primerísimo primer plano, se desliza vivamente una gota ventana abajo y juego a seguirla con el dedo. Se desplaza en zigzag, con cambios de ritmo vertiginosos, uniéndose a otras gotas hermanas que se suman a la fiesta gravitacional. Al fondo, en segundo plano, la brisa sacude al plátano de sombra que hay enfrente de mi casa, esparciendo las pocas hojas que le quedan por el suelo. Llueve y parece que no va a parar en todo el día. Bostezo como si no hubiera un mañana y me dirijo al baño a enjugarme la cara e intentar ordenar estos pelos ingobernables.
La mañana va transcurriendo entre clics, varios correos electrónicos, una insulsa llamada telefónica, las últimas actualizaciones del Caralibro y otras majaderías de las redes sociales. Nada por lo que merezca la pena haberse despertado; monotonía procesal del cada día que solo se ve alterada por la leve mueca que me produce enterarme de la bajada del IRPF y otros augurios cargados de positivismo preelectoral, manda huevos… Es en estos instantes cuando pienso que hay días que serían más provechosos en los brazos de Morfeo, acurrucado en el catre con el edredón hasta las cejas, al menos, en ese estado ventajoso, se sueña a lo grande. Pero nada, hay que continuar y ya queda menos para afrontar la tarde.
Es después del almuerzo cuando, entre la barriga llena y el corazón a medio gas, soy consciente de la melancolía de este triste invierno. La oscuridad comienza a cernirse sobre el salón y solo una tenue luz ilumina la estancia; pronto habrá que encender las luces. Froto mis manos intentando entrar en calor, ¡brrrr! El frío de esta jodida estación ha teñido de nostalgias las tardes de febrero. Maldigo la humedad que parece que rezuma entre los huesos. Se cuela por el suelo, dejando los dedos de mis pies como témpanos de hielo, y no hay capa de abrigo, cual cebolla, que mitigue este frescor invernal que me atraviesa de lado a lado. Y así hasta mañana cuando seguiré soñando con un día despejado.
Sabíamos que la estación sería intensa, pero jamás pensamos que fuese a ser tan dura. Este invierno de blancos y grises apagados va calando hondo. El cuerpo se resiente y con él la mente; en el saldo ya cuento con una gripe y varios resfriados. Y no acaba, ya han anunciado otro frente frío… Yo, entre tanta espera, me dedico a coleccionar los pocos rayos de sol que se cuelan entre las nubes. Los guardo en una cajita de madera que he fabricado para la ocasión y que tengo a buen recaudo en la mesita de noche. Permanecerán ahí hasta la primavera, que es cuando pienso sacarlos a pasear en forma de cálidos versos. Son mi esperanza, la que me mantiene.