Siempre supe quién fui aunque tuviera alguna duda. Sabía que tenía que escribir en silencio. Que debía reescribir las frases cuando no encontraba el final adecuado. Sabía que me gustaba escribir más hablar. Escuchar más que hablar. Vivir más que hablar.
Las palabras siempre se me han antojado de colores, deletreándose rápidas, bailarinas de un perfecto claqué. Y yo tan torpe… Como si las pudiese tocar, como si anduviéramos de la mano a través de un campo magnético de papel, nunca supe alejarme demasiado de ellas sin sentirme disuelta.
Y no es que supiera demasiado. Pero a lo mejor el callar no fue más que un suicidio. Ahora lo único que sé es que a veces se pierde porque las palabras se esconden, que nunca antes un verso había sido tan (in)útil, que jamás entenderé qué hubiera sucedido si, en algún momento, hubiera decidido no silenciarme.
Otras pienso que fue la mejor opción: me prometí invocarlas solo en esos momentos cargados de tanto sentido, alegría o dolor que las hicieran brillar por si solas. Tú lo hacías por tu ausencia y el silencio no supo ser calor.
Pero yo siempre supe quién fui y sentí esa “vieja tristeza de saber que siempre serás lo que eres, y nada puede cambiarlo”, de la que habla Kiko Amat. Quizás el error fue no fingir ante los demás. Todavía hoy duele cuando se van, porque se llevan lo que diste, y eso, de ningún modo, va a volver.
Y sin embargo(s), silencios nos quedarán de sobra.