Sería un placer decirte que no tienes razón. Que no soy quien crees. Que nunca lo he sido. Sería todo un placer poner a prueba tu ego y mi inmadurez, aunque en el fondo los dos sabemos que es lo mismo. Disfrutaría, de un modo casi inexplicable, una disputa en la que solo entrara el tú y yo.
Sería un pena no contarte el recorrido de mis manos dibujando aves; los hilos que me dejaste colgando de las uñas: presentarte mi corazón abofeteado. Sería, todo sería, si quedase un ápice de luz en tus recuerdos. Sería una pena no contarte, sin rabia, que la enfermedad no fue fruto del mordisco sino de la levedad.
Pero ahora me encuentro haciendo las maletas y no sé exactamente a dónde voy. Tú tuviste miedo de decir nosotros y yo simplemente tuve miedo. Por eso me escondí en los bares más desconocidos de la ciudad; como si mi trabajo consistiera en crear la ruta de la desesperanza. No sé si fue por afición o por vocación, el caso es que aquel quehacer terminó por convertirse en una vida.
Una vida que se volvió plata: más valiosa, también más pesada. Y a cada paso, una nota de piano; y a cada mes, una costilla rota. Y a cada adiós, una cuchilla. Y a cada ‘cada’, una bobina de telarañas enredándome los ojos.
Aquella vida se vivía ahora en blanco y negro. Y eso que yo siempre tuve color en casa, hasta en la tele. Bueno, ya se sabe que el ser humano siempre quiere lo que no puede tener. Lo absurdo en esta ocasión es que quería lo que ya se había tenido, un paso atrás para poder mirar hacia delante, una foto en blanco y negro que ya nadie deseaba colorear.
Por suerte, la vida a veces. Y del estigma del hielo encontré el calor que prendió la cuerda. Pulsé el abismo y fíjate, yo nunca. Nunca me había sentido tan sola como conmigo… si estabas delante.