Puede ser el título de una película, y también el nombre de una tragedia. O quizá cómo se va a recordar lo que ha pasado tantas veces en el barrio costero de San Andrés, en Santa Cruz de Tenerife, donde la sal marina ha decantado debajo de las almohadas de los vecinos, a pocos kilómetros de los centros públicos de decisión; donde sí se dormía sin sal que picara en la espalda y donde se tiene que decidir de una maldita vez [ya se ha hecho] si se pone o no una barrera que haga añicos las olas antes de que las olas hagan añicos el barrio, o lo que va quedando de él tras el embate marino, que ya dura, con su forma tan peculiar de ser y de manifestarse, hasta cuarenta años, justo lo que juran y perjuran los mismos residentes y sus refrescadas memorias.
La escena con las olas enfurecidas que se subían hasta por las paredes y se levantaban como grandes osos amenazando el barrio era para echarse a correr ladera arriba, y también para empezar a tocar sin descanso en más de una puerta con cartel, nombre y escudo de institución pública.
Como recuerda el dicho, tendrá que ocurrir una desgracia (que en este núcleo urbano, por cierto, ya se ha dado) para que el marisco, como ocurre en la playa y en el risco bañado por el mar, deje al fin de recogerse en baldosas de la avenida principal, la que pasa por delante mismo camino de Las Teresitas.
O quizá alguno piense que tras lo ocurrido ahora se pueda ofrecer, ¡qué bien!, un producto o servicio singularizados dentro de un paquete turístico más amplio que tenga como atractivo la escena de ver bailando las olas delante de tu salpicada cara o de ver el nerviosismo de habitantes de un lugar al que el mar amenaza y amenaza mientras las autoridades públicas son incapaces de ponerlo en su sitio. Y además cuarenta años ya han tenido para hacerlo.
Lo de San Andrés es una vergüenza; es un horror que hoy en día las olas entrando en el barrio signifiquen puro revival, que los gestores públicos no hayan matado esta posibilidad con una inversión de todos que tarda tanto como el tiempo que ha transcurrido desde el primer percance hasta hoy, y que, pese a promesas, mentiras y otros manejos, en San Andrés, en determinadas épocas del año, el cangrejo, el burgado y la lapa se coloquen encima mismo de la sartén del vecino, en plena cocina, para servir de fresco entrante sabiendo que el que toca en la puerta no es el hijo ni el yerno ni el invitado, sino que el que toca en la puerta es el mismo mar que se siente molesto por la pérdida del cangrejo, el burgado y la lapa que antes habían salido volando.
Marisco, sí, claro; pero, por favor, ilustrísimos y excelentísimos, que se pueda coger en la piedra de la barrera que ahora no está, pura denominación de origen. ¿A qué esperan para acabar con plato de tan mal gusto?