
Horizonte imaginado, de Román Delgado.
Sus vecinos lo tienen por un tipo educado aunque un tanto huraño y esquivo. Apenas cruza un “buenos días”, un “buenas tardes” o un “buenas noches”, en función del horario en que se produzca el encuentro. Lo espeta sin más, seco y directo, con voz áspera y profunda, cerrando bien la entonación para no dar pie al interlocutor; así elude tener que comentar el parte meteorológico o las últimas novedades de la comunidad. Una vez efectuado el saludo procura no establecer más contacto visual, evitando cualquier gesto corporal que pueda incitar a la comunicación; por eso recurre en seguida al teléfono móvil o al periódico que suele llevar bajo el brazo como elementos disuasorios de cualquier conversación inútil. No es que le molesten los demás, es tan sólo que prefiere preservar sus costumbres, receloso de la intimidad que tantos años le ha costado construir, esa que tantas veces habían dañado y que ahora cicatriza a buen ritmo.
Por las calles pasea sin sentido aparente. La gente del barrio lo tiene por un tipo altanero, de esos que miran por encima del hombro. No es de extrañar si tenemos en cuenta que siempre anda mirando hacia arriba con cierta parsimonia, incluso pudiera pensarse que tiene cierto aire aristocrático con esas maneras tan atípicas, pero nada que ver: su condición obrera y comprometida con la izquierda elimina cualquier atisbo de noble o burgués. Todo obedece a su manera de observar ya que, para él, el mundo comienza por encima del metro ochenta y, cuanto más alto, más interesante. Según manifiesta, lo bueno empieza a partir de los seis metros de altura; después de la tercera planta de un edifico todo apunta hacia arriba. Se detiene así en balconadas y alféizares de los edificios colindantes, analizando las plantas y cualquier elemento que asome. Es numerosa la información que estos lugares dan. Los dueños de las viviendas jamás piensan que alguien ve sus exteriores desde la calle y los tratan como espacios íntimos, sin darse cuenta de que se muestran más de lo que se imaginan. Y él lo sabe. Es capaz de trazar un perfil de los habitantes de aquellas casas con solo ver lo que exponen. Bien es cierto que sus conjeturas no siempre se ajustan a la realidad, pero le encanta recrear historias en su mente, inventando personajes, argumentos… Su mente es una auténtica puesta en escena.
Sin embargo, esto es tan solo un mero pasatiempo, un entretenimiento más, porque para él lo verdaderamente prodigioso sucede más allá de los áticos y azoteas. Su vista vuela con el cielo cada vez que tiene ocasión. Los cirros y nimbos copan su lista de preferidos; son las excusas perfectas para dejar su mente soñando con mundos imposibles. La emoción embarga su alma cada vez que, detrás de una esquina, el cielo pinta de blanco el lienzo azul con formas inusitadas. Ahí es cuando se para arqueando las piernas, en posición perfectamente equilibrada para la observación vertical, apreciando cada detalle de las formas y movimientos. En ese instante todo es calma y sencillez. Nada lo perturba. Su mente se vacía de razones, y aunque nada de lo que piensa tiene sentido, todo ayuda a reconfortar el espíritu. Al rato prosigue su camino con esa media sonrisa puesta y el pensamiento en el reto de la utopía. Su meta está en cazar la nube perfecta y lanzarse sobre ella en un viaje imaginario. No cesa de intentarlo, cada día con más ahínco. Entre tanto, baja de vez en cuando al mundo de lo terrenal, colándose muchas veces en los bajos fondos, algunos subterráneos. Se retuerce en ellos, sufre y vive como cualquier mortal, pero siempre con la esperanza de encontrarse con esos algodones que tanto ama, pura poesía visual.