Quiero vivir sin preocuparme
-de mí
-de ti
-de nosotros
-de ellos
-de vosotros
Pero me encontré hundido otra vez. Ingenuo otra vez. Soy aquel que creyó que podría olvidar el hundimiento de los versos. Soy aquel que creyó que la felicidad se volvería verbo. Soy aquel que creyó y los poetas vinieron a hacer canciones bajo mi ventana porque también querían creer.
Todos los idiomas se volvieron código incomprensible; todas las ventanas, precipicio. Todo el amor, corrupto. Toda luz, demasiado tenue. “La vida, a veces”, dijo y se escapó en cada.
Entonces les abrí las puertas de mis ojos para que vieran lo que nunca habían visto y sintieran lo que nunca habían sentido. Y los poetas empezaron a asustarse de tanto vivir. “¿Cómo es posible agotarse de la existencia?”, me pregunté. Pero yo me había cansado hasta de mí mismo.
Me hablaba el corazón de dudas y la sangre, de la víscera de cada nota. Y montado en el columpio de la lucidez aprendió a gritarle a la razón, su dictadura.
Me di cuenta que el amor es aquello que te arrastra hasta las arenas de la (in)felicidad, maremotos de maldad vivían en mi interior porque buscaba hasta perderme. Porque fingía cada sonrisa, y también cada lágrima.
Y del sismo constante, aprendí también a perseguirme. A encontrarme. A perderme de nuevo. A perderme en lo nuevo, a reescribirme. A tolerarme. A darme otra (y otra) oportunidad. Y otra. Y.