Edmundo andaba rebuscando en todos sus bolsillos, muchos de ellos desarmados y agolpados en la cola de los remiendos del cuarto de atrás, porque esta vez a Edmundo sí que le apetecía coger la escalera de peldaños cortos y desdentados para llegar al descansillo final y lanzarse a la calle en busca del cortadito tirando a claro, que así podía ver el periódico manoseado por cada vez menos clientes en el bar descascarillado de la plaza de su barrio obrero, donde, pese a que se caía a trozos, aún servían un café decente, por lo menos el café, que de la leche lo mejor en ese sitio siempre ha sido no hablar.
Edmundo solo tenía cincuenta y cinco céntimos y llevaba como media hora a ver si ya se tropezaba en vaqueros, camisetas, chupas y otras prendas capaces de esconder cuatro moñigos de céntimos con los quince restantes que le dieran el placer de tener su raquítica merienda, pues Edmundo, desempleado de larguísima duración y sin ayuda divina que se preciara, andaba más limpio que una mojama, y se puede decir que hasta herido de muerte si no fuera por el sustento de su vieja.
Edmundo se pasaba todo el maldito día (él ya casi no distinguía entre parte clara y parte oscura de una jornada) metido en el sobre, y con muy mala gana. Así solía ser hasta que llegaba la hora de la comida, el almuerzo. Después algo de tele y de radio y a matar las horas, los minutos y los segundos…: las moscas. Siempre con la misma música y ritual, con la misma rutina carente de lucidez.
Pero aquella tarde, ya con los setenta céntimos y en hora punta, cuando en la radio suenan los pitidos, Edmundo se alegró de que alguien al menos haya tenido lo que se tiene que tener, la ley y unos teides bien puestos, para meter en chirona, en la misma cárcel, a un rico, a un rico ladrón de los de verdad. Este fue el motivo de que Edmundo no se pensara más lo de tomar rumbo a la calle en busca del cortadito tirando a claro, que, si no, no pegaba ojo, con el motivo ya sumado de celebrar tal enchironamiento.
Abrió la puerta y tiró hacia el bareto. Allí cogió el periódico sin pasársele por la sesera que solo dos mañanas después la portada de esa misma cabecera hablaría del pago de una fianza inmensa por la libertad de alguien al que ese día elogió con el grito de “menudo golfo”. Dejó parte del cortado en la barra y marchó.