Dejamos de fumar porque no teníamos dinero. La vida entonces era verde y algunos días eran auténticas cortinas de lija; como lo nuestro. Bastaban dos páginas de cualquier libro para dejar gotear historias sobre una de las cazuelas sucias de la cocina. Era deprimente. Verdaderamente lo era; aún lo pienso cuando la piso.
Empezamos dejando de fumar y acabamos por abandonar todos los vicios, hasta el de querernos. Tal fue nuestra decepción con la vida que propusimos dejarla a la deriva. Como si fuéramos una balsa en mar abierto. “Ojalá”, pienso a veces. Cuando me da por pensar, porque últimamente hasta eso me da miedo.
Yo siempre escribía: en el metro, en el trabajo, en el baño, en el mar. Martín no se hablaba con Marta pero los tres lo llevábamos bien. A ratos, no. Esos meses, en realidad, todo era a ratos: algunas ratas en la cuenta corriente, mucho, demasiado amor y óxido cerebral para nuestra corta edad; para nuestra larga existencia.
Éramos los tres tan jóvenes. Pero éramos. Sin embargo, eso nunca fue suficiente para nosotros. Aquello de respirar, de oír un corazón latir. Eso no era vivir. Pero desconocíamos qué era, así que nos inventamos un juego en el que nadie saliera perdiendo. Tengo que la sensación de que aquella pretensión fue otro suicidio. No existe periódico sin tristeza ni ocio sin perdedores.
Yo solía pensar que no necesitaba a nadie; así me habían enseñado a crecer: “quémate para iluminar a otros pero nunca esperes; no desesperes en la necesidad”. O sea, sé muy humana pero fuerte. Fácil: “come alfileres y sonríe”.
Lo intenté hasta que desesperé en la espera. Sonreí hasta que empezaron a brotar alfileres con mis palabras. Me gasté mi corta en vida en autoconvencerme de que siempre estaría bien rodeada, nunca lo suficiente para ser yo sin condiciones.
Las personas que entonces fueron más tarde ya no. “Ya” y “No”, igual que “Nosotros” aprendí entonces, eran términos demasiado hondos para comprenderlos desde ese principio; y el principio es siempre un fin transfigurado.
Eso también lo aprendí entonces.
No paro de aprender aunque deje de andar.
Y eso me salva.
A veces. A medias. A tientas.