Mario era un demente.
La maquinaria de su cerebro funcionaba como un reloj suizo pero conforme se iba atravesando su anatomía, era el hondo abismo que coronaba su pecho. Junto al maltrecho corazón, un cartel de obras.
Digamos que su patología era la falta de compasión y empatía.
Digamos que aprendió a llorar por cortesía pero nunca consiguió derramar ni una sola lágrima sincera.
Sus emociones, esos seres vivos, eran perfectamente diseccionadas a su antojo; era un auténtico maestro del escalpelo emocional.
Macarena era, como haciendo gala a su nombre, una santa.
Tenía 36 años, había estudiado Magisterio y dedicó los diez últimos a la enseñanza, más de la vida que de las matemáticas, a niños de un colegio público en Carabanchel. Quiso ser actriz pero sus padres, emocionalmente inactivos y especialmente desorientados en sensiblerías, ahogaron las peticiones de la niña desde el primer momento en un montón de miedo.
Macarena, por tanto, había aprendido a vivir así: anticipándose a su destino prefabricado. La imposibilidad de ser en su totalidad, le resultó algo incómoda al principio pero acabó ajustada a su cuerpo como la piel al tacto de guante de látex.
Mario y Macarena no fueron, hasta hallarse en el otro, más que dos anónimos; ahora que ya no son, Mario llora mares dulces, Macarena ha aprendido a interpretarse.
Ambos a huir.