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Tienen una cierta magia adictiva esas personas que son como una montaña rusa. Puede ser por la adrenalina que nos despierta la incertidumbre de no saber cómo van a ir manejando y gestionando los acontecimientos y por como eso va a repercutir en nosotros.
El misterio nos engancha, la incapacidad de controlar la situación nos aterra y al mismo tiempo nos atrae como un imán. Nos empeñamos en tratar de comprender lo incomprensible, nos obsesionamos con descifrar el enigma. Ese enigma, que ni la propia persona que lo posee ha sido capaz de descifrar.
Nos pierde lo imprevisible, parece que así nos sentimos más vivos, nos resulta todo más intenso. Nos gusta no saber en qué momento van a cambiar las cosas, esa sensación de inquietud y ese cosquilleo que muchas veces nos marea pero nos puede. Nos gusta vernos al límite, salir de la monotonía, experimentar aunque pueda ser peligroso, jugar con fuego aunque sepamos que vamos a acabar quemándonos. 
Es verdad que no hay nada de malo en desear un poco de chispa, aire fresco o salir de lo previsible. Pero realmente para vivir feliz creo que nunca nos va a hacer bien  depender emocionalmente de una montaña rusa. Aunque nos suena aburrido o sintamos rechazo al oírlo…es imprescindible un equilibrio y una cierta estabilidad. 
Y es que resulta que ir al parque de atracciones no está mal de vez en cuando pero la mayor parte del tiempo deberíamos pasarlo con los pies en la Tierra.