3.0 Opinion

El último tuareg

El último tuareg que he conocido fue uno de los mejores y mayores aliados, conocedores y defensores de África en Canarias o, lo que es lo mismo, una especie rara en una tierra que sigue dependiendo en extremo del viejo continente y despreciando una y otra vez las enormes posibilidades y las maravillosas gentes que habitan a menos de 90 kilómetros, ahí mismo, justo en nuestras espaldas, que es lo que le damos continuamente.

El último tuareg que conocí, como todos sus iguales, era moreno y tenía los ojos claros, a veces castaños como la madera del baobab o de las ramas que alimentan los fuegos de las jaimas; la mayoría de las veces verdes, como los oasis fantasmas del Sahara, como los arbustos de las cumbres del Atlas, como los manglares del curso de los ríos horadan profundamente bien Gambia bien Senegal. Una mirada líquida, como las aguas de ese paraíso atlántico que es Cabo Verde o las orillas fétidas de las pesquerías de buena parte de las costas que he conocido.

Ahora el silencio del desierto, bajo las estrellas y el frío se han hecho más profundos y oscuros y caminar por las terrosas calles de El Aaiún aún será más triste.

No hubo rincón del África Occidental, desde Marruecos hasta Guinea Ecuatorial, que escapara a la curiosidad de este hombre de apariencia (solo apariencia) solitaria, que tenía la fortuna de rodearse de una esposa, hijos y yerno que lo protegían “como una piña”, como solo los guerreros saben custodiar el más preciado de sus tesoros.

Se lo sabía todo (o eso me parecía) de los territorios que los diplomáticos de despacho dibujaron a lápiz y cartabón sin ni siquiera pisarlos ni olerlos y creyó en el progreso de toda esa zona que habitan más de 300 millones de personas, en sus gentes a las que quería, respetaba, entendía y que en algunos momentos parecía como si lo vieran y trataran como un igual.

El último tuareg parecía un solitario, con una cabeza en permanente ebullición, con una mirada irónica y descreída, pero nunca estuvo solo. No dan los dedos de las manos para señalar a sus mejores amigos. Sobre ellos marcó una clara influencia con conceptos que han abandonado la sociedad en la que sobrevivimos: el honor, la lealtad, el amor, la dignidad, el valor de la palabra dada…

Hasta en esta última batalla logró aplicar tantas de sus lecciones y tácticas que supo regatear durante dos años a su mayor enemigo. Y, encima, no faltaron la risa, el humor, la burla, la lengua afilada, el comentario mordaz, el apunte sarcástico, las ganas de aprender y leerlo todo sobre lo que le estaba pasando, la visión de futuro, la llamada para despejar una duda, dar un consejo o simplemente preguntar cómo van las cosas, él, precisamente él, al que todas las cosas buenas y malas le estaban pasando a la vez.

El último tuareg que conocí se llamaba José Luis Reina. Y siempre lo llevaré conmigo.

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