Felicidades, señor Konigsberg

Estaba el director de Zelig comiendo en un restaurante cuando se le acercó el director de El apartamento, que estaba previamente sentado a otra mesa. Le dijo: Gracias por las cosas tan bonitas que ha dicho sobre mí. Y Woody Allen no respondió nada. Y Billy Wilder se marchó. Cuenta Allen que no pudo decir nada porque se había quedado de piedra, sin palabras. No es difícil de entender una reacción así si se te acerca uno de los mejores guionistas y directores de cine de la historia. Pero es sorprendente que esto le ocurra a alguien que figura también en ese olimpo. Alguien a quien muchos pondrían a la misma altura que el maestro Wilder. Pero no es así para Woody Allen. Probablemente se deba a que, a pesar de ser el guionista más veces nominado en la historia de los Óscar, ganador de tres de ellos y uno como director, idolatrado por el público de todo el planeta, referencia ineludible para todo amante de la comedia sofisticada, a pesar de eso, Woody Allen no se toma demasiado en serio a sí mismo.
Él, que hubiera querido ser un autor “serio” como Arthur Miller o como Tennessee Williams y que dice que lo único que lo separa de la genialidad es él mismo, no cree que películas como Manhattan merezcan realmente la pena. Para algunos de nosotros, sin embargo, Manhattan es una de las mejores comedias románticas que se hayan realizado. Un milagro cinematográfico. Una de esas películas que no sabes muy bien por qué son tan especiales, uno de esos “todos” fílmicos que es imposible analizar desgranando sus componentes. No es su guión. Que lo es. No es su dirección. Que lo es. Su fotografía. Que lo es. Su ambientación. Que lo es. Es todo eso y es más. Y eso ocurre con muchas más de sus películas pero he elegido ésta porque es una de sus películas denostadas por él mismo públicamente. Su público la adoramos, así como adoramos la mayoría de sus trabajos. Su público se quedaría mudo si Woody se acercara a saludarle en la mesa de un restaurante. Pero él no se ve tan especial y nunca le he visto o leído decir nada enaltecedor acerca de la comedia, género por el que es mayormente conocido. Él dice que le resulta fácil escribir chistes. Simplemente. Y eso es lo que empezó haciendo. Con quince años. Estaba en el instituto y empezó a escribir chistes para un periódico. Salía de su casa y en el trayecto en tren desde Brooklyn hasta la sede del diario, en unos cuarenta y cinco minutos de viaje escribía los chistes y al llegar los entregaba. Tenía quince años. Y Allan Stewart Konigsberg ya empezaba a ser Woody Allen. Sesenta y cinco años después de aquellos viajes en tren sigue siéndolo y sigue escribiendo chistes.
Puede que Woody no se tome demasiado en serio a sí mismo pero su público fiel sí que nos lo tomamos así, aunque algunos seamos capaces de hacer notar también sus momentos o aspectos menos geniales. A pesar de que uno vaya a ver, año tras año y desde la adolescencia, desde que lo descubrió, sus películas al cine. Cada año. Viviera donde viviera, solo o acompañado, en versión original o doblada. A pesar de que uno, que también escribe, ha aprendido a construir sus propios chistes viendo sus películas, leyendo sus obras, sus relatos. Perdonen la nota melancólica pero es que hoy es su cumpleaños. Y uno no quiere enfrentarse a un futuro sin el estreno anual de Woody Allen. Da cierta esperanza pensar que sus padres llegaron a centenarios o casi. Y que sus películas no son muy caras para los cánones norteamericanos. Y que igual los inversores seguirán arriesgándose a invertir en ellas. Así que igual, con suerte, tenemos Woody para rato. Pero sigamos.
No existe la película perfecta ni el artista-dios. Todos beben de algún lugar. También Wilder se nutrió de Ernst Lubitsch, para quien escribió guiones y al que consideraba un cineasta inigualable. Allen ha bebido de varios sitios y donde más se han señalado sus influencias ha sido precisamente en el terreno del drama, quizá porque a los europeos se nos escapen un poco más los engranajes de la tradición cómica norteamericana, quizá porque en el drama se hace más evidente. Nos referimos, claro, a su emulación de Ingmar Bergman en films como Interiores o Septiembre u Otra mujer, a su mirada hacia Fellini en Recuerdos o a sus alusiones temáticas -de forma últimamente demasiado constante- a autores como Dostoievski y su Crimen y Castigo, convirtiendo el dilema sobre la culpabilidad y el castigo moral, el arrepentimiento y el libre albedrío en el tema de algunas de sus últimas películas. Con mayor acierto como en el caso de Delitos y faltas o Match point y con menor acierto como en el caso de El sueño de Casandra o Irrational man. Con acusaciones de plagio de novela como en Vicky Cristina Barcelona o la de haber hecho un remake no reconocido de Un tranvía llamado deseo al escribir Blue Jasmine. Por lo que a mí respecta, me hace más gracia Jasmine que la película de Kazan, para qué engañarnos. No es que quiera ponerme en modo fan irracional pero en el caso contrario no veo los dedos acusatorios. Porque Allen ha influenciado a muchos. Fernando Trueba, en una entrevista que le hizo a principios de los noventa, le confesó que al hacer Ópera prima quería copiarle. Directamente, sin ambages, sin subterfugios ni encubrimientos. Woody se rió.
Y es que Woody Allen, aunque es único, parece fácil de imitar. Sus comedias son tan aparentemente ligeras en muchos casos, tan aparentemente sencillas y aparentemente populares, tan chico conoce chica que muchos cineastas que lo adoran parecen sentirse aliviados ante la liberación de la obligación de tener que crear algo profundo y complejo. Parecen decir “si Woody es tan alabado por la crítica creando simples encuentros y desencuentros entre Alvy Singer y Annie Hall, si todo es risa en Si la cosa funciona, entonces tengo vía libre para crear una comedia ligera salpicada de chistes un poco inteligentes y la crítica y el público sabrá reconocérmelo y elevarme a los altares. Qué alivio, no hace falta ser Bèla Tarr para ser grande y figurar en las páginas de la historia del cine”. Pero no es tan sencillo. Tú bebes de algún sitio, cierto, Woody Allen también lo hace, pero es tu organismo el que digiere ese alimento, es tu organismo el que lo procesa, pasa por tu cuerpo que, mejor o peor, es sólo tuyo.
Sin embargo sería injusto quedarnos sólo en el Woody Allen cómico o en el Woody Allen dramático porque medio siglo en el cine a casi película por año (sin el “casi” en las últimas décadas) nos revelan muchos Woody Allen, menos acotados en el género, más poliédricos, más polisémicos. Una filmografía que ha alcanzado cotas de virtuosismo como en el caso de Zelig. Que, además, es una falsa película o un falso documental o una realidad disfrazada o una realidad ficcionada, como quieran denominarla. Una obra prácticamente perfecta que habla de un tipo que se convierte en el tipo que tiene al lado en ese momento. Un camaleón humano que logra integrarse en el mundo mimetizándose con él. Una idea perfecta. Una idea necesaria. El verdadero arte es el arte necesario, el que nos cuestiona cómo somos y en qué mundo vivimos. Y es además, Zelig, tremendamente divertida, y es técnicamente irreprochable. Y es chico conoce chica. Pero es inimitable. Porque hay algo dentro del autor, un universo personal, un modo de observar la realidad, que provoca esa idea, la idea que lo dispara todo, que dispara la creación de una película. Las de Allen, las ideas, están guardadas en una cajita. No es una metáfora. Se trata de una cajita de cartón donde guarda anotadas las ideas en trozos de papel. Cada año vacía la caja y busca entre los recortes. Y decide qué idea ha de dispararse. Qué papelito se convertirá en su próximo film.
Su próximo film podría ser un film pretendidamente “serio”, a lo Bergman o a lo Dostoievski. Podría ser aparentemente ligero a lo Poderosa afrodita. Podría ser de época, con un toque melancólico anhelante de un cine de otros tiempos, a lo Balas sobre Broadway, un experimento arriesgado y tragicómico a lo Zelig, una maravilla de comedia meta-cinematográfica como Un final made in Hollywood, improbable que sea una comedia loca o comedia-sketch como Toma el dinero y corre o Bananas, películas de sus inicios. Quién sabe. A Woody Allen le ha dado tiempo de ser muchos Woody Allen, diferentes y similares a un tiempo. Porque se ha empeñado en hacer mucho cine. Para no pensar en la muerte. Para conseguir acercarse a la obra maestra que desea. O simplemente porque hay alguien dispuesto a poner dinero en una película suya. Unos años está más lúcido y hace Hannah y sus hermanas, Acordes y desacuerdos o Misterioso asesinato en Manhattan, otros fuera de forma y realiza La maldición del escorpión de Jade. Es un cineasta raro, deseoso de filmar grandes películas, de llegar a la altura de sus mitos y, sin embargo, reconoce que si tiene entradas para ver a los Knicks pero debería rodar otra toma porque no está seguro de cómo quedó la anterior, pasa de la toma y se va al partido. Pero eso contradice el hecho de ser uno de los pocos cineastas que puede volver a rodar una escena una vez terminado el rodaje si considera que no quedó lo suficientemente bien, un síntoma claro de perfeccionismo. En una ocasión volvió a rodar una película entera, Septiembre. Parece contradictorio. O simplemente humano.
No puedo ser objetivo al hablar de las películas de Woody Allen. Estoy con ellas desde la adolescencia, viendo Sombras y niebla con un amigo en una sala ocupada sólo por nosotros en el Cine Víctor de otro tiempo. A solas en Madrid con Un final made in Hollywood. En Valencia con mi querida Celebrity. Allí donde me tocara estar ese otoño. He visto todo, he leído sus relatos, sus obras dramáticas, he encontrado y visto sus rarezas como Don’t drink the water, telefilm protagonizado por un Michael J. Fox excelente a pesar del parkinson que comenzaba a padecer. Forma parte no sólo de mi cinefilia sino de mi vida. Me ha enseñado a escribir gags, me ha inspirado como guionista. Me ha hecho divertirme. Me ha hecho mejor.
La vida es maravillosa porque suena uno de esos temas clásicos de jazz de fondo, porque la pueblan personajes neuróticos, inseguros, infieles, cultos, desastrosos en el orden moral, que habitan acogedores apartamentos neoyorquinos fotografiados por maestros de la luz como Sven Nykvist o Gordon Willis. Es una pena que esa vida dure sólo una hora y media una vez al año. Pero de algún modo sigue permaneciendo dentro de nosotros. Él no sabe el por qué de su éxito. Ni nosotros tampoco. Su cine es un pequeño milagro. No creemos en Dios pero creemos en Woody Allen. Sólo él sabe en qué cree de verdad. Hoy cumple 80 años. Lo cual hace pensar en lo mismo que piensa él y que ha reflejado en todas sus películas. Pero sus padres fueron centenarios y esas cosas dicen que son genéticas. Felicidades, señor Konigsberg.