Diálogo

Cuando se abre la puerta de la comunicación, todo es posible. De manera que debemos practicar el abrirnos a los demás para restablecer la comunicación con ellos.
Thich Nhat Hanh.
Dialogar es un arte. En la mayoría de las ocasiones, uno que consigue que las personas se entiendan, convivan y se respeten. En un magnífico libro, La Canción del Misionero, John Le Carré, nos relata la vida de un intérprete en la Africa de entre siglos. Recoge como el protagonista, multiétnico, se las ve y se las desea para conseguir que las posiciones más enfrentadas, lleguen a consensos. Frecuentemente que salvan vidas, aunque ese no sea el principal objetivo de los que se sientan a una mesa.
Bruno Salvador, Salvo, es un jóven lingüista, hijo de un misionero irlandés y de la hija de un jefe tribal congoleño, que está casado con una periodista de una familia aristocrática británica, es la personificación de un diálogo maravilloso entre personas e, incluso, culturas.
El diálogo tiene algo de finalista. Su opuesto es la confrontación. No admite otra lectura. Y por esto resulta tan atractivo y complicado a la vez.
Atractivo porque puede alumbrar propuestas impensables y originales, en un principio. Complicado porque exige desproveernos del ego, los juicios y las expectativas. sin duda, los grandes demonios de nuestra convivencia y respeto a lo diferente.
Sentarse a dialogar es un ejericio de generosidad y compasión sin límite. Quien lo maneja, tiene la llave de la felicidad, de la satisfacción con la vida. De la contribución verdadera al bienestar de la mayoría de las personas.
No es algo sencillo. Y no está al alcance de cualquiera. Y, además, exige un aislamiento del ruido ambiental -de todo tipo-, no fácil de conseguir. Es por esto que el budismo lleva proponiendo retiros para llevar a cabo estos diálogos, desde hace siglos. En un mundo necesitado de este arte, quizás es el momento de mirar hacia los maestros del mismo.
Y aprender.