Victoriano Ríos y aquel junio del 98
Me gusta junio. En junio los días son más largos. Convivimos con un calor suave. Las vacaciones están próximas (y ya se sabe que lo mejor de la fiesta es la víspera). Es un buen mes, sin duda. Y ese junio de 1998 no me podía defraudar. Aquella tarde atravesé tembloroso la puerta de la sala de reuniones del grupo parlamentario de Coalición Canaria, situado por entonces en el edificio de La Tarde. Mis manos sudorosas sujetaban un cartapacio que guardaba los certificados que avalaban mi historial académico y profesional. La diligente Florinda me había pedido que esperase unos minutos: “En breve le atiende Don Victoriano”. Porque Victoriano Ríos siempre ha sido (y será) Don Victoriano. Punto pelota. Igual que Don Manuel (Hermoso) siempre ha sido Don Manuel.
Una amiga común le había dado mi nombre a Don Victoriano. En esos momentos, Coalición Canaria, en la figura de Don Victoriano, ostentaba la Secretaría Segunda del Senado. El senador Ríos buscaba a una persona que se encargara de las cuestiones relativas a la comunicación “y alguna cosita más”. Y uno, que es muy de guardar las formas, además de ser esclavo de un cartesianismo agotador para un servidor y exasperante para los demás, se presentó aquel día pensando que lo primero que sucedería en ese encuentro era la observación minuciosa de su currículum. Y no fue así.
En un lado de la mesa, con la boca seca, aguardaba ansioso la cita. Mascullaba frases tipo, repasaba fórmulas de cortesía y recomendaciones generales para entrevistas de trabajo. Don Victoriano entró en la sala sonriendo. Eliminé tensión. Me levanté y estreché su mano. Por instinto me apresuré a entregarle mi currículum. No lo miró. Advirtió mi nerviosismo y se esforzó en que me sintiera tranquilo y seguro. Hablamos de banalidades unos minutos. Yo intuía que en cualquier momento me iba a hacer la pregunta, digamos, trampa. Y así fue. Y no fue una; fueron dos. Y no voy a desvelar cuáles. Creo que así debe ser.
Mis respuestas le debieron convencer. Unos días más tarde me encontraba firmando mi contrato en el Senado. Durante el verano me empollé el reglamento de la Cámara Alta y en otoño me empecé a familiarizar con conceptos como archipiélago de Estado, estado archipelágico, líneas de base rectas, perímetro archipelágico…Don Victoriano siempre estaba pendiente de mi diabetes, y en aquellas largas tardes de estudio, reflexión y análisis de datos y documentos me insistía en que no bebiera tanta coca-cola (“Don Victoriano, que es sin azúcar”) y rebajara la dosis de nicotina.
Y charlábamos horas y horas, cuando los plenos languidecían, en su despacho de la Secretaría Segunda, a escasos metros de la magnífica y bella biblioteca del Senado. Me hablaba de su época de estudiante, de su frenético 23-F, de cómo entendía Canarias, de estrategia política, de Coalición Canaria y el moderno nacionalismo canario. De la vida. Yo, con una cola light y él con un whiskito y unos manises (“Don Victoriano, me dice que coma mejor y luego usted aguanta el día con una bolsa de frutos secos”).
Próximo, respetuoso, irónico, noble, agradecido, sabio, culto, leal…Esa es la cualidad que más valoraba Don Victoriano: la lealtad. Recuerdo que cuando dejé de trabajar en Coalición Canaria, allá por 2013, escribió en Facebook: “Se va una persona leal”. Y eso me emocionó. Siempre me ayudó. Don Victoriano, ¡qué gozada haberle conocido!
*(Francisco Javier Fernández Obregón es profesor de la ULL y de la UEC)
