Cultura

La Semana Roja de La Palma. Valientes hasta el primer cañonazo

Con motivo del estreno de la obra La sombra de don Alonso, que trata sobre desconocido y silenciado impacto de la Guerra Civil en las Islas Canarias, y concretamente en La Palma y que se estrenará en 30 de noviembre en el Teatro Circo de Marte, recordamos hechos significativos que acaecieron en aquella época en la isla, como la bautizada Semana Roja de La Palma.

Durante ocho días, la isla se reveló al golpe de Estado que inició la Guerra Civil en España. Un capítulo de la historia que dejó cientos de desaparecidos, muertos y una huella que aún hoy perdura.

Son muchos y muy diversos los acontecimientos que preceden a un acontecimiento bélico. La Guerra Civil española no fue diferente. Pero en sus primeros días tras el golpe de Estado la isla de La Palma se convirtió en la única del Archipiélago canario que se resistió a participar. La Semana Roja de La Palma abarca desde el 18 hasta el 25 de julio de 1936. Los ecos de aquellos días aún resuenan en la actualidad. Pongámonos en los antecedentes más inmediatos.

En los primeros meses de 1936 gobernaba en España el Frente Popular integrado por ministros republicanos de izquierda. Eran tiempos convulsos y entre las decisiones adoptadas estuvo alejar de los centros de poder a aquellos generales del ejército que se consideraban contrarios al Gobierno. Entre ellos el general Francisco Franco que fue destinado a Canarias. El gobierno del Frente Popular, presionado por los sindicatos, se vio obligado a readmitir a los trabajadores despedidos por motivos políticos en los acontecimientos acaecidos dos años antes. Estos fueron, además, indemnizados por los salarios no abonados durante aquel período. Entre otras medidas, se restableció el gobierno de la Generalitat de Cataluña cuyos miembros fueron también amnistiados.

De forma paralela se producían también acciones violentas organizadas. La Falange Española, entonces una fuerza política minoritaria, recibió una avalancha de afiliaciones tras la llegada al poder del Frente Popular. Muchos de aquellos nuevos afiliados eran jóvenes dispuestos a participar en acciones violentas. El 14 de abril de 1936 tuvo lugar un atentado durante un desfile militar en Madrid con motivo del quinto aniversario de la República. La acción causó la muerte de un alférez de la Guardia Civil que se encontraba de paisano y varios espectadores resultaron heridos. El ambiente era tenso en aquellos meses. Fue el 8 de marzo cuando un grupo de generales reunidos en Madrid decidieron llevar a cabo un alzamiento militar que derribara el gobierno del Frente Popular.

Eran conscientes de las dificultades que tendrían en Madrid, de modo que se determinó que el levantamiento comenzara en otros lugares. En el norte y en las islas Canarias desde donde el general Francisco Franco, una vez sumado el Archipiélago a la causa antirrepublicana, se dirigiría al protectorado de Marruecos desde donde cruzaría el Estrecho de Gibraltar en dirección a Madrid. Así es como estaba planeado, pero no saldría exactamente así y La Palma se mantuvo en apoyo al Gobierno durante ocho días que serían conocidos como la Semana Roja de La Palma.

Las noticias del levantamiento llegaron a La Palma en un momento en el que las comunicaciones distaban mucho de las actuales. A esto hay que sumar una mayoría de la población obrera que se vinculaba con la izquierda y unos efectivos escasos, tanto militares como de la Guardia Civil, que recelaron del éxito del levantamiento en la isla por una cuestión numérica. También influyeron otros aspectos como el vínculo familiar y de amistad entre miembros del cuerpo y los vecinos de Santa Cruz de La Palma así como la afiliación masónica de algunos de ellos. Fue un acto de prudencia que prolongó durante ocho días un levantamiento al que La Palma se resistió.

Según relata el historiador Salvador González Vázquez en su libro ‘La Semana Roja en La Palma 18-25 de julio, 1936’ (2004, editado por el Cabildo de La Palma, el Centro de la Cultura Popular Canaria y los ayuntamientos de Tazacorte y Los Llanos de Aridane), el entonces Comandante General del Ejército en Canarias, Francisco Franco, dio orden de iniciar el golpe contra el Gobierno el 18 de julio. Ese mismo día desembarcó en la isla el comandante Baltasar Gómez Navarro con un contingente militar de 25 soldados. Para entonces la población ya tenía conocimiento del levantamiento en la isla de Tenerife. El entonces Delegado del Gobierno en La Palma, Tomás Yanes, conoció la noticia e informó a los palmeros de la sublevación a través de la radio. A primeras horas de aquel sábado 18 de julio ya se conocía la noticia en Los Llanos de Aridane y Los Sauces. El rumor corrió de boca en boca y la población y las fuerzas obreras se prepararon para oponerse.

Fue, efectivamente, la diferencia horaria en el conocimiento de la noticia la que propició aquella resistencia. Mientras los militares que debían tomar la isla fueron informados a las dos de la tarde, la guarnición de La Palma tuvo conocimiento de lo que estaba a punto de suceder las diez de la mañana. Según relata Salvador González Vázquez, es probable que durante este tiempo el comandante Baltasar Gómez Navarro quisiera confirmar la noticia desplazándose a la oficina de telégrafos donde esperaba recibir por radio la señal para declarar el estado de guerra. Lo que se encontró el comandante fue la ‘invitación’ del jefe de telégrafos, “seguramente prevenido”, a abandonar el edificio “por ser personal ajeno a la dependencia”. (p.32)

Falló el efecto sorpresa y esto generó discrepancias entre los diferentes mandos militares y de la Guardia Civil. Se temía que algunos soldados y suboficiales del ejército se vieran influidos, en caso de combate, por sus vínculos personales con las fuerzas obreras de la población. Esto hizo que se determinara una primera intervención de la Guardia Civil en cuya ayuda, en caso necesario, acudiría el ejército.  De esta manera se repetía una actuación similar a la que se produjo en mayo de 1934 y que terminó con éxito disolviendo una manifestación de cientos de obreros. A pesar de producirse disparos, no causó heridos.

Las comunicaciones eran confusas. Mientras las fuerzas dirigidas por el general Franco insistían en la toma de la isla, el oficial de la Guardia Civil aseguraba no tener órdenes del Gobierno de declarar el estado de guerra entendiendo que las provincias que lo hicieran serían declaradas sublevadas. No se ocultaba tampoco el temor a ser vencidos por las masas obreras enfurecidas.

El golpe fracasa en La Palma. Un ejército de veinticinco soldados, doce guardias civiles y la adhesión de una decena de ciudadanos armados no fueron suficientes ante una población que se mostró firme en la defensa del Gobierno. Según relata González Vázquez, el armamento del que se disponía constaba de “fusiles, 100 granadas de mano y una ametralladora”, arsenal con el que debían hacerse con las central de telégrafos, la central de telefónica, el Ayuntamiento, el Cabildo y la Delegación del Gobierno además de ejercer el control en las calles conteniendo a los opositores al golpe.

El principal objetivo de las fuerzas sublevadas era mantener el orden hasta superar en número a los opositores al golpe. Para las milicias populares ya constituidas el domingo 19, el objetivo era preservar el gobierno republicano. El Gobierno no había caído aún en Santa Cruz de La Palma y aplicaba medidas que eran conocidas antes del levantamiento. Entre ellas la censura, la detención de falangistas, registros en busca de armas…la Guardia Civil se mantenía leal a la Delegación del Gobierno como la autoridad moral conferida por representar al Estado. A todo ello se sumaba la sensación de que el golpe terminaría por resultar infructuoso.

La Federación de Trabajadores declaró una huelga general planteada a la Delegación del Gobierno y aceptada. Esto significó, primero, un símbolo de protesta popular contra la rebelión militar pero también permitió a la población dedicarse por completo a la defensa de la República.

La documentación que se conserva de aquellos acontecimientos sitúa al Delegado del Gobierno, Tomás Yanes, como un mediador que trataba de evitar el derramamiento de sangre. También los efectivos de la Guardia Civil y las clases burguesas asumían la conveniencia de mantener la calma. La huelga general se extendió por toda la isla paralizando la actividad en el Puerto de Santa Cruz de La Palma y en la producción agrícola. Durante la Semana Roja los barcos que llegaron a la isla no pudieron atracar y se paralizó toda actividad.  El Ciudad de Mahón¸ un vapor que transportaba el correo llegó a puerto en la mañana del 19 de julio viéndose obligado a continuar para regresar un día después. Según relata González Vázquez, los marineros secundaron la huelga alentados por los obreros del puerto (p.65). Dos días después, el 22 de julio, procedente de Tenerife arribó el Río Francoli que tampoco pudo operar y donde se certificó, ante la ausencia de frutas que cargar a bordo, que también los jornaleros de las fincas así como los trabajadores de los empaquetados habían secundado la huelga.

Santa Cruz de La Palma estaba tomada por las fuerzas opositoras al golpe de Estado. Se patrullaban las calles, se controlaban los accesos a la ciudad y se había rodeado el acuartelamiento donde se mantenían encerradas las tropas militares. En su interior, 200 armas fueron escondidas y se negó su existencia a las milicias populares. Desde la Delegación del Gobierno se procuró armar a los opositores del golpe lo suficiente para que se sintieran pertrechados pero con la prudencia de que no contaran con recursos que alimentaran una superioridad que, entonces, era sólo numérica. La incertidumbre ante lo que pudiera suceder se respiraba en ambos bandos. Y un asunto preocupaba especialmente al delegado del gobierno, el acceso de la población a los explosivos que habitualmente se utilizaban en la ejecución de obras públicas. Un recurso que, entendían, podía utilizarse para la ejecutar atentados. No se logró del todo ya que algunos ciudadanos guardaban dinamita en sus casas para las labores del campo.

Para entonces la Delegación del Gobierno había recibido órdenes de detener a los falangistas que, antes incluso del golpe de Estado, se hubieran mostrado más activos. Se produjeron esas detenciones, en general breves de apenas unas horas. Por lo general los detenidos eran luego confinados en sus propios domicilios con alguna advertencia acerca de su comportamiento futuro. Todo con el objetivo de no producir mayores altercados y favorecer un conflicto con la milicias populares.

Convencido de que el golpe de Estado fracasaría, el delegado del gobierno se afanó en mantener la calma. Ofreció protección a los derechistas. Estos, que apoyaban la rebelión, se mantuvieron en sus domicilios o en las casas a las afueras de la ciudad evitando un enfrentamiento con una clase obrera mayoritaria y enfurecida. En el otro lado, una burguesía de izquierdas representada por Unión Republicana, defendía una democracia en la que la propiedad privada tuviera también un papel destacado. Defendían, obviamente, sus propios intereses. Y entre esos intereses estaban también la posibilidad de ocupar puestos de poder en el caso de que el golpe no prosperara. De ahí su apoyo al Frente Popular, donde se encontraba una clase obrera que, en aquellos días, controlaba las calles y los edificios públicos. Una clase obrera que, secundando la huelga general tenía, además, la disponibilidad de dedicarse a hacer frente a los golpistas.

Con el paso de los días y en un ambiente de incertidumbre, la unión de fuerzas de izquierdas que mantenía la isla fuera del mando de los militares golpistas, comienza a resquebrajarse. Las noticias que llegaban por radio hablaban de un levantamiento que no tenía visos de triunfar. Esto alimentó el ánimo de las milicias populares. Algunos de ellos quisieron ir aún más lejos y tomar el control de la isla mientras otros se mostraban afines con la moderación que planteaba la Delegación del Gobierno.

Había un punto en común entre las autoridades de La Palma y los líderes comunistas. Ambos estaban a favor de mantener la II República. Sin embargo, mientras las autoridades republicanas eran partidarios de mantener el orden a la espera de que el Gobierno central sofocara el golpe, algunos miembros de las organizaciones obreras querían ir aún más lejos y terminar por reducir la guarnición militar que se encontraba atrincherada en el acuartelamiento afianzando así el poder sobre la isla. Algo a lo que las autoridades no estaban dispuestas a ceder. En ese ambiente de crispación se produjeron informaciones que luego resultaron falsas. Entre las milicias que cercaban el acuartelamiento se produjo un intento por asaltar las instalaciones exigiendo las armas que se escondían en su interior. Para ello aludieron a una orden escrita firmada por Tomás Yanes, delegado del Gobierno que, más tarde, lo negaría. Aquella negativa despertó las primeras acusaciones de traición por no ceder a las pretensiones de las fuerzas populares más extremas.

El 20 de julio la radio informa de que el golpe de Estado ha sido sofocado, quedando Sevilla como la única plaza aún en manos de los sublevados. Tres días después llegan informaciones que hablan de un golpe de Estado sofocado en toda la península.  Fue durante esos días que el delegado del Gobierno, convocó a representantes de la clase burguesa, tanto partidarios como opositores al golpe, ante el temor de que el movimiento obrero de la isla creciera.  Según el historiador Salvador González Vázquez, llegaría incluso a plantear su dimisión y entregar el gobierno a los militares que declararían el estado de guerra. Esto, que pudiera parecer contradictorio, es interpretable como una estrategia para acercar posiciones entre los burgueses de derechas y los de izquierdas. De este modo el propio Tomás Yanes permanecería como mediador conservando el poder y tratando de mantener la calma en medio de la incertidumbre. El objetivo, aseguraría tiempo después el propio delegado del Gobierno, era evitar el derramamiento de sangre.

En medio de la confusión que reinaba en la isla y de las informaciones que llegaban a través de la radio, el general Franco ordenó la salida desde el puerto de Las Palmas del buque de guerra Canalejas en cuyo interior viajaban tropas militares con orden de desembarcar en La Palma y tomar la isla. La noticia se extendió rápidamente y, el 22 de julio, asomando el buque por el horizonte, las milicias populares se hicieron con el puerto dispuestas a evitar el desembarque. Para ello se hizo acopio de las armas disponibles así como de la dinamita. Se sumaron también una dotación de la guardia de asalto y otra de la Guardia Civil alentados por la población a su paso. Lo que sucedió a continuación puso fin a aquellos ocho días de resistencia de La Palma al golpe de Estado.

Las autoridades de la isla se presentaron en el buque dispuestas a defender el régimen amenazado por el golpe de Estado. Allí estaban el delegado del gobierno y el práctico del puerto. Ambos informaron sobre la situación en La Palma de la que aseguraron se encontraba tranquila y en manos del Gobierno sin que se hubiera declarado el estado de guerra y que las milicias populares se encontraban armadas  en disposición de rechazar el desembarco de los militares. El buque Canalejas no permaneció en el puerto de Santa Cruz de La Palma más de una hora e informó a las autoridades de Santa Cruz de Tenerife de la situación. Se produce entonces un cruce de telegramas entre las autoridades partidarias de la sublevación y el gobierno republicano de La Palma. El contenido de estas comunicaciones deja patente la decisión de unos por someter a la isla y la de otros de evitar en lo posible una confrontación entre dos fuerzas muy desiguales. La primera de las comunicaciones que llegaron a la Delegación del Gobierno en La Palma anunciaba la orden de bombardear a la población en caso de no entregar el mando a los militares sublevados. En aquella postura intermedia del gobierno insular se respondió acatando dicha orden pero anunciando el levantamiento del pueblo que impedía que las escasas tropas del destacamento de La Palma pudieran salir a la calle. Fue una posición intermedia de obedecer para evitar el conflicto y eludir al mismo tiempo la responsabilidad de entregar la isla. Pero el resultado fue una nueva comunicación aún más contundente. En este caso llegaría desde Las Palmas conminando al delegado del Gobierno a entregar la isla con carácter inmediato respondiendo con su vida en caso de no cumplir dicha orden. Al mismo tiempo, se dio orden también al cañonero Canalejas de partir rumbo a La Palma para tomar la isla.

Esta situación llegó a las calles y creció el temor a que las milicias populares tomaran por asalto el acuartelamiento donde se encontraban atrincheradas los 25 miembros del ejército y parte de la dotación de la Guardia Civil a la espera de que la situación se mostrara clara y evitando también un enfrentamiento en las calles. Sin embargo, ante el creciente rumor del asalto, el Delegado del Gobierno dio orden al teniente de la Guardia Civil para que estuvieran preparados para responderé en caso de que se produjera el asalto.

Ocho días después del golpe de Estado, el 25 de julio de 1936, en las primeras horas de la tarde, asomó por el horizonte la silueta de un barco que desató la inquietud entre las milicias populares de La Palma. Era el buque Canalejas. Aquello desató la alarma y se llamó a la resistencia. Sin embargo, en esta ocasión, las autoridades republicanas de la isla no apoyaron aquel movimiento y lanzaron un mensaje diferente invitando a la población a evitar el enfrentamiento y entregar la isla. Entre los diferentes testimonios de quienes se encontraban entonces en la Delegación del Gobierno, se registran testimonios que aluden unos a la convicción personal o de conciencia por condenar cualquier tipo de violencia para explicar aquella decisión. Otros, en cambio, apelaron al desequilibrio de fuerzas que provocaría un derramamiento de sangre innecesario para entender que lo mejor era no oponer resistencia ante lo inevitable.

La respuesta por parte de la población fue dividida. Mientras unos aceptaron la recomendación de abandonar la resistencia de la isla otros se mostraron firmes en su defensa. Es entonces cuando se produce un levantamiento generalizado por parte de aquellos que permanecían convencidos de que era posible rechazar el desembarco en la isla de las tropas militares. Las milicias populares proceden a la detención de personas vinculadas a la derecha y afines al golpe de Estado. Mientras tanto, en el puerto de Santa Cruz de La Palma, con el cañonero ya atracado y a la espera de que la muchedumbre se disolviera, se producirían los últimos capítulos de la Semana Roja.

El plan de defensa de las milicias populares consistía en  deslizar la dinamita de la que se habían incautado por los cables utilizados para la carga y descarga de los buques y que, en aquella tarde, colgaban sobre la cubierta del Canalejas. Con escasas armas las tropas defensoras de La Palma se parapetaban en lo alto del risco desde donde se tiene una visión preferente del puerto. Se informó a la multitud que se agolpaba en el muelle de la intención de disparar del buque y bombardear la ciudad advirtiendo, además, que aquellos que no se dispersaran corrían riesgo de ser detenidos.

Desde el buque se seguían también los acontecimientos. Había intención de enviar un bote para iniciar el desembarco de las tropas pero antes se tomó la decisión de disparar un cañonazo sobre el risco de entrada a la ciudad en un intento por despejar a la multitud. Sólo fue necesario aquel cañonazo para que la gente huyera en todas direcciones. El desembarco de las tropas militares afines al golpe de Estado se hizo sin resistencia. Se desplegaron las tropas por las calles de Santa Cruz de La Palma. Se tomó el Ayuntamiento, la Delegación del Gobierno, Telégrafos y el acuartelamiento así como todas las infraestructuras necesarias para dominar la capital y luego la isla.

Mientras la ocupación de la ciudad tenía lugar, en la sede de la Federación de Trabajadores se procedió a eliminar toda la documentación que pudiera delatar la identidad de los obreros afiliados y evitar así represalias por las fuerzas desembarcadas en la isla. El Golpe de Estado había triunfado tras ocho días de resistencia. Pero la historia no culminaría en aquella Semana Roja que tuvo lugar entre el 15 y el 28 de julio de 1936. Para algunos no ha terminado aún. A la toma de la isla siguieron acciones contra aquellos que se opusieron al golpe, afiliados a sindicatos, comunistas así como familiares o colaboradores. Muchos huyeron al norte y otros por el sur para ocultarse en el monte. Fueron llamados los alzados de La Palma, represaliados que serían perseguidos y muchos de ellos ejecutados y enterrados en fosas comunes.

El interior de la Caldera de Taburiente fue uno de los reductos donde encontraron refugio los alzados, otros en las cumbres. Algunos fueron conocidos por apelativos individuales o colectivos. Es el caso de los trece de Fuencaliente, grupo formado por dirigentes de la Federación de Trabajadores que fueron capturados en enero de 1937 en las cumbres de la isla y ejecutados de forma clandestina. El Pino del Consuelo, en el término municipal de Fuencaliente, es uno de los lugares donde se hallaron los primeros restos de algunos de estos represaliados. Los restos de algunos de ellos no fueron recuperados y dados sepultura en el cementerio municipal hasta julio de 2011 en un acto institucional.

Según el historiador Salvador González Vázquez, medio centenar de personas fueron asesinadas en La Palma, muchas de ellas continúan hoy enterradas en lugares desconocidos. Otros fueron procesados y condenados a penas de prisión donde fallecieron o fueron ejecutados fuera de la isla. Según González Vázques, se calcula que en La Palma tuvieron lugar 63 ejecuciones, 51 desaparecidos y 12 fusilados tras un consejo de guerra. Cifras a las que habría que sumar seis mil jóvenes llamados a filas para combatir en la Guerra Civil de los que, al menos, una treintena fallecieron en el frente. A lo que hay que sumar innumerables historias de alzados que permanecieron ocultos en casas, altillos, fincas o barrancos socorridos por otros vecinos que se jugaron la vida acogiéndolos o suministrándoles víveres y medicinas. Y de ahí surgirían otras historias de perseguidos ocultos y una etapa de incertidumbre que atenazó a muchas familias, denominador común en cualquier conflicto bélico sin importar cuándo, quién dónde o por qué.

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