Los lobos del 8 de marzo

Me hubiera gustado que solo fuera fruto de mi imaginación, pero realmente me ocurrió esta misma semana. Y la cercanía del 8 de marzo me impulsa a escribirlo.
Por motivos laborales, en mi caso el avión es un medio de transporte tan natural como el coche o el tren. Este era un vuelo como cualquier otro de los muchos de esta ajetreada etapa de mi vida.
Pero resultó ser no tan normal.
Desde el momento de embarque ya tenía que haberme dado cuenta de que algo no iba a ir bien, cuando un grupo de treintañeros talluditos, corpulentos, comenzó con ruidosas y sonoras risas, casi todos con una bolsa obsequio de una famosa bodega.
La ecuación es sencilla: visita bodega + hombres solos y juntos + risotadas y voces altas = problemas.
No entendí porqué la compañía dejó embarcar a uno de los hombretones, claramente perjudicado, cuyas gracietas y ocurrencias recibían el aplauso , aliento y risas de sus amigotes.
Se sentaron todos en la zona delantera del avión y siguieron con sus voces. Fue ahí dentro, con todas nosotras como gallinas en un corral, cautivas, sin escapatoria, donde los hombretones se transformaron en lobos.
A los ojos vidriosos del más perjudicado se sumó una constante falta de respeto a las tripulantes de cabina, que aguantaban como podían sus comentarios, sonoros besitos volados y todo tipo de palabras y miradas lascivas, aprobadas por alguno de sus colegotes.
Sentí una enorme repugnancia. Por el envalentonado jefe de esta nueva manada, por sus compañeros que le reían las gracias y a cada rato lo llamaban “campeón”.
Pero también sentí miedo, miedo real, porque también este sujeto/animal se metiera conmigo y otras personas en ese vuelo.
Y, aún más, sentí vergüenza, mucha vergüenza, por carecer de valor para enfrentarme a ese grandísimo hijo de la gran puta y no salir, ni yo ni ningún otro u otra pasajera, en defensa de las chicas de la aerolínea.
Una de ellas se acercó al compañero de asiento, se agachó y le comentó al oído algo. Pero fue en vano.
Al desembarcar, los lobos siguieron jaleando a su amigo para que se colgara de las barras de la jardinera que nos acercó hasta el aeropuerto. Y en ese espacio tan reducido y todos apretados, muy cerca de ellos, con el silencio cómplice, o cobarde, o miedoso de todas nosotras, continuaron esas voces altas, graves, cavernarias, que me infundían más y más miedo y vergüenza.
Aquellas voces y gestos se me quedaron grabadas. En la seguridad de mi casa pensé en la manada, en aquella y en decenas, centenares, miles de manadas más, y en cuántos lobos amenazan de esta manera a diario a tantas mujeres. Y me sentí derrotada, porque entendí cuánto nos queda por recorrer, denunciar, impedir hasta que llegue el día en que esto no vuelva a ocurrir. Y sentí temor a que la respuesta fuera: ¿nunca?
(Escríbeme si has vivido o sentido algo parecido)