Africa 3.0

El último fado

Sentado en la barra de Lobito, el sol se rinde a la sotana azul del atardecer y el naranja difumina las paredes tiroteadas. Desde que os portugueses deixaram aqui ninguém colocou um tijolo… Dice en su andar indiferente un viejo vestido con una camisa de cuadros señalando las ruinas con resignación. Me asintió con su barbilla canosa y continuó.

Cuando estás habituado a leer a alguien ves lo que no ha escrito pero sí escondió entre las palabras. Sí, sin duda existe una conexión umbilical entre la escritura y la emoción vivida. Aunque cuando leí Un día más con vida, de Kapuscinski, nunca le había leído con anterioridad y se produjo esa situación. Vi lo que quizás no estaba previsto que viera, o sí, no lo sé, lo que sí que sé, es que su narrativa es tan elegante como generosa pues siempre te da más. Dice mucho más de lo que escribe y ahí reside el arte de escribir con maestría. Sin necesidad de plasmarlo, te hace ver lo que se guarda en sus emociones y pensamientos. La razón por la que [yo] estaba en Angola en los noventa no es interesante pese a que conjugue ganas de aventura con esa inconsciencia vital que siempre se necesita; trabajar era una mera anécdota.

Cuando los portugueses se fueron de Angola se llevaron todo lo que físicamente se podían llevar pero sus sentimientos allí quedaron, al fresco del atardecer en los amplios porches de mármol de Lobito, Luanda o Moçamedes. Riyszard Kapuscinski aterrizó en Angola en 1975 como reportero de guerra para cubrir la precipitada salida de los colonos lusos. Al ser polaco y existir el Telón de acero, el prisma de sus crónicas debían ser pro guerrillas comunistas; pero cuando eres presa de las realidades humanas, simplemente cuentas lo que ves. No había Internet ni móviles. Un cuaderno de notas, un télex del tamaño de una lavadora y mosquitos; se trataba de sacar fotos y escuchar lo que los angoleños decían.

El vetusto imperio portugués africano se derrumbaba y su obsoleto ejército, sostenido a golpe de reclutas, se había desangrado en una cruenta guerra colonial contra las guerrillas marxistas apoyadas por Moscú y China. Estábamos en plena guerra fría y las últimas colonias africanas se precipitaban hacia sus independencias camino de una guerra civil cual previo peaje. Después llegarían los blindados sudafricanos y con ellos los cubanos de Castro para intentar frenarles. La novela de Angola es la de un cadáver y buitres alrededor. Las crónicas de Kapuscinski transcienden las alambradas de la historia y se personalizan en estampas inolvidables como esa pista del aeropuerto de Luanda con mil maletas tiradas y la gente embarcando precipitadamente con un gato y un bebe en los brazos. Tienen alma.

Caminé mucho por algunas ciudades angoleñas y la herencia de la guerra era aún visible veinte años después en las calles y las prótesis de los amputados. Hay una generación de huérfanos y el sur del país no ha sido aún totalmente desminado. Más al interior, donde aún quedan carros de combate cubanos oxidados en el arcén, la memoria colectiva habla portugués pero es África.

Siento un gran respeto por Portugal y he aprovechado el aniversario de la Revolución de los claveles para desempolvar estos archivos melancólicos que en el ático de mis pensamientos me traen recuerdos e historias difíciles de encajar y más de explicar en el frígido pentagrama de la razón que tanto detesto. Quizás por eso me pongo de fondo El último fado de Angola de Fernando Farinha. Los fados son canciones tristonas, incluso fatalistas y encajan con ese espíritu portugués de melancolía constante. Portugal, como país pobre, no podía sostener sus posesiones de ultramar. Los jóvenes que morían en Angola catalizaron la caída del régimen del dictador Salazar; el Franco de los vecinos ibéricos. El ejército dio un golpe de estado y entregó el poder a la gente. Una rareza, pero los portugueses tienen los huevos grandes.

Así Portugal tuvo sus primeras elecciones democráticas y la primera derivada sería el dar la independencia a las colonias africanas y la vuelta de los que allí tenían su vida. Más de medio millón de os retornados. Gente que vivían en villas en la barra de Luanda bajo el sol y la despreocupación vital con la que África te contamina; ahora tocaba retornar a un lugre pasillo del extrarradio lisboeta. Muchos se volvieron hacia la Cruz del sur; ese extraño norte de los que prefieren el sur y se bajaron a Sudafrica. El régimen blanco de Pretoria prometía papeles y casa para los emigrantes europeos. Razón por la que hoy, los cafés en Sudafrica y Namibia tienen en sus servilletas las cinco quinas de Portugal, pero ese es otro fado.

Conozco muchas historias al respecto de los que no quisieron ser retornados pues ya eran más africanos que europeos pero siempre lusos. La diáspora portuguesa es un fado muy triste pero en eso reside su encanto. Esas fueron las palabras de un señor de Madeira con el que compartí vuelo a Johannesburgo hace dos años; ya sólo iba a Funchal de vacaciones y allí, en su casa de nacimiento, se sentía un extraño. La luz de África es distinta, ¿verdad? – le respondí -; Me sonrió. Se estima que más de un cuarto de millón de portugueses no regresó y cruzaron hasta África del Sur.

Con la narración del maestro Kapuscinski en la retina y aquella a la vista inabarcable fila de cajones de madera que comedores y vajillas contenían de vuelta a “casa”, se embaló el último fado portugués en África. Si han leído un Día más con vida, lo verán.

CEAULL

@Springbok1973

cuadernosdeafrica@gmail.com

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